EDITORIAL    

Es difícil, pero no imposible revisar patrimonio de partidos



Hay disposiciones concretas para que el Tribunal Supremo Electoral pueda revisar y establecer los montos de dinero con que cuentan los partidos políticos que auspician a candidatos a la Presidencia y Vicepresidencia de la República conjuntamente con lo que debería hacerse con el caso de senadores y diputados plurinominales designados “a dedo” por el jefe de partido.

Experiencias del pasado muestran que normalmente las tiendas partidistas han soslayado cumplir con este deber y, por su parte, tampoco las Cortes Electorales se han empeñado para cumplir estrictamente lo que las leyes determinan; pero el problema se hace mucho mayor en el presente proceso pre-electoral, porque según el Tribunal Supremo Electoral: “es difícil establecer el patrimonio de los partidos políticos”, al margen del dinero que, por ley, se les entrega para propaganda y publicidad.

La verdad es que no debía ser difícil, y menos imposible, determinar, siquiera “grosso modo”, cuánto poseen las tiendas político-partidistas; de cuánto disponen para sus campañas que, en casos, utilizan con largueza y hasta sin medida racional y responsable porque se quiere “demostrar a los rivales ocasionales cuánto se tiene y cuánto se puede contando con los medios financieros y, además, con medios logísticos”. Esta forma petulante de hacer las cosas para demostrar “poder y capacidad” es contraria a todo principio de respeto y consideración.

Muchas veces en nuestro país -como ocurrió en otros países, con inclusión de los ricos y desarrollados- los medios financieros utilizados en las campañas tenían procedencia dudosa, porque las corrientes interesadas y de conveniencia creada no han vacilado en proponer subvenciones o apoyos a candidatos no por simpatías o consideraciones especiales sino por intereses que convienen a negocios, emporios financieros, potencias empresariales o, finalmente, hasta acciones delictivas, con inclusión del narcotráfico. El que se pudiesen presentar estos casos para los diversos candidatos no sería raro y tampoco sería extraño que alguno acepte “de buena fe” ofertas que no son decorosas y menos honestas y honradas.

De todos modos, el Tribunal Electoral tendría que esforzarse para establecer el verdadero peculio de cada grupo que intervenga en el proceso electoral; ello sería beneficioso para ellos mismos y conveniente para que la colectividad se entere sobre la corrección con que se obra al exigir lo que las leyes establecen. No conviene que nuevamente impere la costumbre del “dejar hacer y dejar pasar” como forma de socapar la ilegalidad alegando imposibilidad o dificultad para controlar lo que, en conjunción con la Contraloría General de la República, debe hacerse.

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