Ser autoridad en nuestro país se ha convertido en ser, simplemente, emisor de promesas que nunca se cumplirán. Esto es lo que ocurre con autoridades de todos los poderes del Estado, del partido gobernante y, sobre todo, de quienes tienen, personalmente, todos los poderes para aplicar las leyes. La delincuencia hace y deshace todo en Bolivia; somos un país donde los grupos delictivos parece que se han apoderado de barrios y ciudades para disponer de ciudadanos a quienes inferir todo tipo de daños.
¿Cuántos asaltos, robos, intentos de asesinatos, crímenes y muchos otros delitos se comete contra las personas? ¿Cuántos casos que caen en poder de la Policía o del Poder Judicial reciben penas o castigos? ¿Cuántos están en las cárceles y lo hacen riéndose porque saben que pronto saldrán libres y hasta con “felicitaciones comprometidas” por parte de quienes deberían tenerlos a buen recaudo? ¿Cuántos de esos delincuentes adoctrinan, entrenan y dirigen a sus propios hijos en conductas que implican cometer todo tipo de delitos? ¿Cuántos padres permisivos hay?
Hay respuestas que el pueblo no recibe porque, así parece, a ninguna autoridad le importa poner freno a los delitos. Hasta hace diez o más años nuestro país era considerado como un “remanso de paz y tranquilidad” donde no había denuncias sobre robos, asaltos, crímenes y otros delitos cometidos contra las personas y los bienes públicos o privados.
En los últimos años, estas condiciones han desaparecido totalmente tanto porque las autoridades policiales no cumplen con su deberes como por la lenidad de jueces que no sólo permiten la consumación de los delitos sino que, conforme a códigos mal estudiados y peor aplicados, se permite que a horas de consumados los delitos, sus autores son declarados inocentes y reciben una libertad que resulta tener inmunidad e impunidad para las reincidencias.
El Gobierno ha prometido cambios en las conductas; pero, lamentablemente, no hizo propósito alguno para cambiar los valores – o crearlos en su militancia y en quienes tienen función de autoridad – para cumplir con la Constitución y las leyes. Así los hechos, el principio del “laissez faire” (“dejar hacer y dejar pasar”) se ha convertido en una especie de “carta de presentación” o garantía para los que cometen todo tipo de delitos y para los que, sabiendo y pudiendo evitarlos aplicando las leyes, permiten que ocurra todo lo malo.
La Policía vive sólo amenazada de reestructuración, reorganización y cambios; sus efectivos parecen estar convencidos de que nada ocurrirá y por ello su labor es cada vez menos efectiva. El Gobierno, consciente de los daños que hacen los delincuentes, nada hace por poner remedio a una situación caótica que el pueblo no puede seguir soportando o, llega al extremo de proveerse de armas para defensa de sus hogares y propiedades; pero, ¿cuántos del pueblo podrán disparar un arma de fuego? ¿Cuántos tendrán los ánimos precisos para causar heridas o la muerte en personas que sí estaban preparadas y dispuestas para matar, robar y cometer todo tipo de delitos? El Gobierno, siempre presto a las declaraciones incumplibles, tendrá que hacer algo en pos de reorganizar los cuadros policiales, cambiar su estructura totalmente y contar con carabineros policías que efectivamente tengan conciencia de país y vocación de servicio; de otro modo, pronto, muy pronto, la colectividad se convertirá en víctima de los que creen ser dueños de vidas y haciendas para causar más daño, dolor y lágrimas en poblaciones indefensas.
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