Fábulas populares

Un baile que acabó mal



Tres ani­ma­les muy po­co sim­pá­ti­cos se en­con­tra­ron cier­ta vez por ca­sua­li­dad: una ser­pien­te co­bra, una ra­ta y un sa­po.

Es de­cir, la co­bra fren­te a sus pre­sas pre­fe­ri­das, y és­tas úl­ti­mas fren­te a su más te­rri­ble ene­mi­go.

La co­bra, siem­pre as­tu­ta, pen­só que no era esa la me­jor oca­sión pa­ra en­gu­llir­se a los dos pe­ro sa­bro­sos ani­ma­li­tos;

pri­me­ro, por­que no es­ta­ban tan cer­ca que no se pu­die­ran es­ca­par, y lue­go por­que se di­jo que ga­na­do la con­fian­za de ellos po­dría con­se­guir que atra­je­ran a otros com­pa­ñe­ros y re­ga­lar­se así con un fes­tín más abun­dan­te.

Co­men­zó, pues, por en­ta­blar con ellos una amis­to­sa con­ver­sa­ción so­bre las co­sas a que eran más afi­cio­na­dos: co­mi­da, bai­les, mú­si­ca. Co­mo to­do aquel que quie­re en­ga­ñar, les ha­la­ga­ba el la­do fla­co. La ra­ta y el sa­po po­co a po­co fue­ron per­dien­do la des­con­fian­za y par­ti­ci­pa­ron ani­ma­da­men­te de la char­la.

–¡Soy lo­ca por el bai­le, lo­ca, lo­ca!

–Ex­cla­mó la ra­ta, a la cual, en rea­li­dad, le gus­ta­ban de­ma­sia­do las fies­tas y bai­les; pe­ro so­bre to­do por­que son una buena oca­sión pa­ra ro­bar bom­bo­nes y ma­si­tas.

–¡Ar­te di­vi­no la mú­si­ca! –de­cía el sa­po, ol­vi­dán­do­se que es­ta­ba tan cer­ca de la co­bra. –En mi fa­mi­lia, to­dos so­mos mú­si­cos de na­ci­mien­to.

–¡Y si vie­ra có­mo bai­la­mos mi es­po­so y yo! –de­cía la ra­ta.

–¿De ve­ra­s?–ex­cla­mó la co­bra, ha­cién­do­se la ino­cen­te. –En­ton­ces po­dre­mos di­ver­tir­nos a las mil ma­ra­vi­llas. ¿Qué les pa­re­ce si or­ga­ni­za­ra un bai­le pa­ra ma­ña­na a la no­che en mi ca­sa? Us­te­des se vie­nen con sus ami­gos, y. . .

¡En­can­ta­dos!– res­pon­die­ron a un tiem­po la ra­ta y el sa­po.

–Con­ve­ni­dos­–di­jo la co­bra. –Has­ta ma­ña­na, ca­ros ami­gos, bai­la­rín exi­mio y mú­si­co emi­nen­te.

Y la co­bra se ale­jó.

–Qué buen ca­rác­ter tie­ne la co­bra­!–mur­mu­ró la ra­ta.

–Me gus­ta, so­bre to­do, por­que es in­te­li­gen­te­–re­pli­có el sa­po­.–Sa­be apre­ciar nues­tras ha­bi­li­da­des.

A la no­che si­guien­te, el sa­po se pre­sen­tó a la puer­ta de la gua­ri­da de la co­bra acom­pa­ña­do de dos ami­gos, mú­si­cos co­mo él.

–Aquí ven­go con mi or­ques­ta.

La co­bra los in­vi­tó muy ama­ble­men­te a ins­ta­lar­se en una ro­ca ve­ci­na: era el pal­co de la or­ques­ta.

A po­co lle­gó la ra­ta, ves­ti­da de eti­que­ta, con una se­ño­ra muy per­fu­ma­da.

–¡Em­pie­ce la mú­si­ca y em­pie­ce el bai­le –di­jo la co­bra rien­do.

Los mú­si­cos co­men­za­ron a eje­cu­tar un vals arro­ba­dor, y las ra­tas co­men­za­ron a dar vuel­tas y vuel­tas.

–¡Qué mú­si­ca di­vi­na­!–de­cía la co­bra, acer­cán­do­se ca­da vez más a sus vi­si­tan­tes. –¡Bai­lan co­mo an­ge­li­tos!

Y los vi­si­tan­tes, es­ta­ban ca­da vez más en­tu­sias­ma­dos con la mú­si­ca y el bai­le.

–¡Son de­li­cio­so­s!–ex­cla­mó de pron­to la co­bra, sal­tan­do y atra­pan­do en un es­pi­ral de su cuer­po a to­dos los vi­si­tan­tes jun­tos.

Des­pués de lo cual pro­ce­dió a en­gu­llir­se uno a uno.

Muy tar­de ra­tas y sa­pos se die­ron cuen­ta de que hay que des­con­fiar de las ala­ban­zas y ha­la­gos de los ene­mi­gos.

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