En décadas recientes la población urbana en el panorama nacional ha ido mostrando, pese a sus vacilaciones, creciente influencia en la vida política del país. Esa particularidad se ha hecho más notoria en últimos tiempos, tratando, en todo caso, de encontrar el rumbo histórico que lleve al país hacia objetivos que le permitan salir del atolladero en que se encuentra.
Al evaluar el proceder político de la población de las ciudades se puede decir que, en primer lugar, fue de significado determinante para el desplazamiento de la corriente antinacional y antidemocrática que se había apoderado del país y buscando un cambio radical, se pronunció a favor de una nueva realidad que, finalmente, estuvo representada por la tienda partidaria actualmente en el poder.
La nueva posibilidad fue objeto de grandes esperanzas y, naturalmente, se pensó que el país habría encontrado su rumbo y se dirigía hacia un objetivo histórico en el que superaría los graves problemas existentes y se ingresaría a la línea de un verdadero desarrollo histórico y, en esa forma, se dejaría atrás un pasado que iba contra la lógica objetiva de las cosas. Se esperaba, pues, un cambio de fondo de la realidad y no sólo ofrecimientos que serían recubiertos con tratamientos cosméticos.
Lamentablemente, a poco de andar esas esperanzas se desvanecieron y se constató que las reformas ofrecidas eran únicamente el proyecto de un “proceso de cambio” que se reducía a rasgar las apariencias y, al mismo tiempo, mantener invariable la esencia de la realidad social. En efecto, los grandes problemas de fondo fueron conservados con todo esmero e inclusive agravados y, acto continuo, lo que se hizo con grandes aspavientos fue aplicar simples retoques a la superficie de la vieja realidad, utilizando inclusive formas políticas que se aproximaban a procedimientos fascistas, algo así como cubrir de regalos a los esclavos, pero sin abolir la esclavitud.
La comprobación del incumplimiento de los ofrecimientos estuvo a cargo del pueblo, en particular los sectores sociales urbanos (que constituyen el 70 por ciento del total nacional) tuvieron la oportunidad de denunciar con su voto que el anunciado “cambio” se limitaba a palabras, sin hechos. Es más, para exteriorizar esa decisión el Soberano sólo esperaba la oportunidad de manifestar su posición, la misma que llegó en momentos electorales.
Efectivamente, en las elecciones para alcaldes de abril de 2010 la población urbana eligió casi por unanimidad a los candidatos de la oposición, indicio que, además, se prolongó a lo largo del tiempo. Enseguida, otra abierta actitud de crítica de los sectores urbanos de todo el país a la conducta gubernativa, fue el apoyo activo de la población a los marchistas del Isiboro-Sécure que cuando llegaron a La Paz fueron objeto de apoyo de un millón de personas, respaldo que, a la par, fue en el fondo y la forma una firme actitud de rechazo a las políticas oficiales.
Por si fuera poco y aparte de otras manifestaciones de resistencia (marchas, paros, huelgas, etc.), la población de las ciudades demostró su descontento contra el oficialismo al votar en las llamadas “elecciones judiciales” en porcentaje próximo al 60 por ciento (blancos y nulos) en contra de los candidatos oficialistas. Está por demás citar otros ejemplos.
En síntesis, del total de la población, el 70 por ciento que vive en las ciudades (en particular de La Paz) tiene una posición política definida contra el manejo actual del país, mientras alrededor del 30 por ciento de la población, que generalmente vive sin información en cuanto a los intereses políticos nacionales y democráticos, vacila entre el pasado y el futuro.
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