En nuestro país la política y la muerte van de la mano, lamentablemente. La política como una especie de fatalidad nacional no cesa de sembrar la muerte. ¿No será que el Jinete del Apocalipsis avanza a pasos gigantes hacia la destrucción de Bolivia? Resulta fatídico que jamás se haya sopesado la terrible equivalencia de la política y la tragedia en su debida dimensión y, como consecuencia, no encuentran freno ni medida. La responsabilidad recae casi por derecho propio en los gestores de la política, hablando de ésta no sólo en sentido partidista, sino también de aquellos ahora llamados “movimientos sociales”, cuyos dirigentes -proliferados como hongos- urden a tiempo completo el conflicto y alientan los excesos “reivindicatorios”.
Ahí tenemos cuatro muertos en Yapacaní, trágico fruto de la parafernalia del “poder total”. Esta consigna impuesta a toda costa no cede ni una alcaldía ni espacio alguno desde el que puede irradiar poder. El alcalde de Yapacaní, David Carvajal, fue apuntalado por el Gobierno pese a su mala gestión, a los cargos de corrupción que se le hacen y a otros excesos que provocaron la reacción vibrante de esa localidad, poco menos que unánime, exigiendo su renuncia. Cesado algún tiempo, los tribunales en un franco mentís a su imparcialidad e independencia, más pronto que tarde le dieron su amparo y dispusieron su reincorporación al cargo, violentando aun más a la población.
La Policía tenía que dar la cara en ciega obediencia a “órdenes superiores” y se podría suponer que actuaba dispuesta a dar un escarmiento, a juzgar por el uso de armas letales, aunque se las dore como disuasivas. No son los primeros muertos por impacto de perdigones. También se mata sin arma y lo saben los marchistas discapacitados que tuvieron que enterrar a un niño que caminaba junto a ellos.
Conforme a precedentes conocidos como el del TIPNIS, se jurará que ninguna autoridad dio la orden de reprimir y sería optimista que se identifique a los directos ejecutores de las muertes. Así, en medio de la impunidad y de la ineficiencia calculada del Ministerio Público, se diluirá el crimen, la memoria y la responsabilidad. En cambio existen ya sindicados y presos, vecinos del lugar, supuestos autores de agresión a las Fuerzas del Orden.
No están lejanos los días en los que como himno de paz escuchamos que el primer mandatario renunciaría ante la primera muerte atribuible a su gobierno. Transcurridos tres o cuatro años se hace difícil llevar la cuenta de los muertos por causas políticas o entre grupos que cuentan o que creen contar con la protección oficial. Viene también al recuerdo la sentencia de que si hay bajas en los frecuentes enfrentamientos sociales, el Gobierno proveerá los cajones (ataúdes) necesarios, caso Huanuni. Es que la norma marxista induce a la “lucha de contrarios” o a la “revolución permanente”, como alimento de los regimenes que llevan su marca.
Como es frecuente, nadie mejor que la oposición para cargar con la tragedia de Yapacaní, alguien debe llevar el peso de lo sucedido. No importa que estemos ante un movimiento visiblemente masivo y apolítico de esa población. Tuvieron que caer tres humildes ciudadanos para que el pupilo, investido de alcalde, se digne renunciar. Tenía que ser fiel a las consignas del poder y no ceder ni un milímetro así el mundo se venga abajo. Para nadie es agradable ocupar un cargo frente al repudio popular, pero primero está la obsecuencia y el acatamiento a la omnipotente jerarquía política. Estamos ante el morbo incurable del poder.
Es cierto que contemplamos antes de ahora la manía por “el maravilloso instrumento del poder”, pero también como nunca estamos ante anuncios de que se llegó a la plaza Murillo y es para no dejarla. Cotidianamente los hechos lo confirman.
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