Uno de los episodios más gloriosos de la historia de Bolivia ocurrió el día 15 de enero de 1871, cuando el pueblo paceño, insurrecto, depuso del gobierno al tirano Mariano Melgarejo, quien se había enseñoreado en el poder para aplicar políticas de odio, división y enfrentamiento muy corrientes, desde entonces, en el país.
El régimen melgarejista ya duraba seis años y sirvió para toda clase de tropelías, desde entregar recursos naturales, conducir al pongueaje a millones de hombres libres de las comunidades convertidas en haciendas, hasta regalar territorios a Chile y Brasil, falsificar la moneda, aplicar una dictadura a favor de la oligarquía de la plata, fusilar ciudadanos y, en especial, poner en práctica, por primera vez en nuestra historia, las masacres de campesinos, sistema que hasta entonces nunca se conoció en Bolivia.
El sátrapa hizo que su gobierno, que estaba en el lomo de su caballo, estuviese en permanente viaje de pueblo en pueblo, ya sea sofocando movimientos políticos revolucionarios o regalando dinero, al mismo tiempo que pronunciaba discursos incongruentes y demagógicos amenazando de muerte a quienes se oponían al sistema despótico que había instaurado a título de “cambio”, contra la Nación y la Democracia.
Mas, después de seis años de terror, el pueblo boliviano primero se levantó contra el tirano opresor en Potosí, acción que, ahogada en sangre y fuego, sobrepasó las heroicas barricadas y enseguida entregó la ciudad al saqueo de las sedientas tropas de su “ejército invencible de diciembre”.
Pero, ¡oh maldición!, cuando Melgarejo festejaba el triunfo, recibió la noticia de que, a sus espaldas, el pueblo en La Paz, acaudillado por el capitán Hilarión Daza, estaba en insurrección y le esperaba armando barricadas y dispuesto a morir antes que permitir su retorno al poder. Entonces volvió grupas en dirección a La Paz.
A las 10 de la mañana, Melgarejo miró, desde El Alto, la ciudad insurrecta y ordenó el bombardeo de artillería y el avance de los 2.000 soldados del “Ejército invencible”. A mediodía empezó el ataque masivo a las inexpugnables barricadas construidas por los paceños, pero la ofensiva se estrelló impotente ante el muro infranqueable de la población paceña, que no le dejó avanzar ni un milímetro.
Sin embargo, hacia las cinco de la tarde, mediante la estratagema de cavar túneles en las casas de los alrededores (hoy Plaza San Francisco y calle Comercio), los soldados de Melgarejo pudieron lograr algunos progresos. Entonces los indomables paceños decidieron incendiar la ciudad antes que caiga en manos del sátrapa, quien, entre tanto, se relamía los labios en una casa de la Plaza Alonso de Mendoza, seguro que le sonreía la victoria.
No obstante su ferocidad, el arrollador ataque del califa resultó infructuoso y permitió a los valientes paceños, en medio del fuego y el humo, poner en fuga a las tropas del tirano y obligarlas a replegarse, desbandarse y pasarse al lado del pueblo, lo cual obligó al sátrapa derrotado a fugar a El Alto y desde allí, a las diez de la noche, cabalgar en dramática huida hacia la frontera con Perú, a donde llegó en la madrugada, acosado por los campesinos que estuvieron más de una vez a punto de darle muerte.
La triunfante insurrección popular paceña y su caudillo, el coronel H. Daza, proclamaron Presidente al coronel Agustín Morales, quien anuló todas las medidas de la tiranía y repuso al país en la senda de la Nación y la Democracia. Sin embargo, en medio de ese esfuerzo, resabios del melgarejismo asesinaron, un año después, al Presidente y restauraron el régimen colonial y feudal.
En todo caso, la insurrección del invencible pueblo paceño del inmarcesible 15 de enero de 1871, rectificó el rumbo y puso al país en el verdadero camino de la historia de Bolivia, como lo hizo y lo hará siempre.
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