Los cuatro muertos que provocó la represión policial contra la población de Yapacaní, incrementa el número de víctimas de la violencia política en el actual “proceso democrático” que este 2012 cumple 30 años y, sin embargo, el último quinquenio evidencia que el “terrorismo de Estado” no ha sido superado y menos desterrado. El principal testimonio y resultado del trabajo que los políticos deberían ofrecer a la sociedad boliviana, es un mínimo de garantías para el respeto a los derechos humanos y derechos constitucionales, contra aquéllos que el pueblo no ha olvidado aún y que se refieren a los 375 muertos, además de centenares de presos, exiliados y desaparecidos que dejaron los veinte años de dictaduras militares.
De manera contradictoria, el actual régimen de gobierno autocalificado “de izquierda”, configura una acción represiva que recurre a métodos de fuerza, anti democráticos, y dictatoriales en lo político y neoliberal en lo económico, cuyas autoridades olvidaron su promesa de “atender las demandas para esclarecer” los 6.804 casos de torturas, muertes y desapariciones de personas y, de hecho, nada hicieron por la búsqueda de la justicia y menos atender las necesidades de miles de personas que sufren discapacidad, producto de esa violencia política.
Los ministros llamados por Ley para atender estas demandas, evitan referirse a las atrocidades del pasado, mientras el jefe de Estado busca justificar aquella desproporcionada violencia, mencionando que “los militares sólo cumplieron órdenes”. Pero, además, olvidaron que el Estado tiene una deuda pendiente con las familias de las víctimas del “terrorismo de Estado”, practicado no sólo en tiempos de las dictaduras, sino en la democracia que supuestamente “la fortalecemos todos los días”, y evitan avanzar en la búsqueda de la verdad para imponer la justicia.
Paradójicamente, el tema del “esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad, el castigo a los culpables y la reparación a las víctimas de las dictaduras en nuestro continente”, se debate en La Paz y, desde esta ciudad, se informa al mundo los resultados de varios hechos que configuran delitos de “lesa humanidad” que protagonizan los mecanismos represivos del poder gubernamental, entre los que se menciona las muertes en Yapacaní (Santa Cruz), heridos en San Buenaventura (La Paz), enfrentamientos de comunidades en las proximidades de Potosí y una paralización del transporte en el sur del país, como consecuencia de un enfrentamiento entre las regiones de Tarija y Chuquisaca.
Bolivia, de esta manera, muestra que ha ingresado en una “escalada de violencia política” que, aparentemente, se la “estimula” desde las propias esferas de gobierno y, por lo cual, estas autoridades no expresan la mínima intensión de intervenir para solucionar tales conflictos a través del diálogo. En los cuatro casos, según imágenes de la televisión, se ve sólo disparos de gases lacrimógenos, balines, además que se observa armas de grueso calibre que no concuerdan con la negativa de las autoridades superiores, que desmienten el uso de armas de fuego, ni con el discurso de paz y unidad de los bolivianos, que proclama la propaganda gubernamental.
Lo recomendable en la presente coyuntura es presionar a la “Coordinadora de los Derechos Humanos contra la Impunidad”, para que sus objetivos no se circunscriban sólo a los hechos producidos durante los regímenes dictatoriales, sino ampliar su visión al comportamiento de los gobiernos democráticos, en cuyo período se ha superado la cifra de muertes registradas y continúa aumentando de manera ostensible, sin que haya un mecanismo que nos revele, por lo menos, los datos estadísticos y las circunstancias que rodean a cada hecho producido dentro del drama boliviano.
De esta manera, se podría sustituir la práctica de convertir a las víctimas en autores de la violencia política, para encarcelarlos y condenarlos ante el mundo, como ha sucedido y sucede en el actual “proceso de cambio”. Los ejemplos sobran en Bolivia, contándose entre otros, los casos de la tristemente célebre “relocalización de mineros” en 1985, los crímenes de Amaya Pampa - Capacirca de mediados de los 90, el enfrentamiento militar policial de febrero y la Guerra del gas de octubre de 2003, la matanza de Huanuni del 2006, del Porvenir del 2008, la desproporcionada violencia contra los pueblos indígenas en Chaparina, inclusive aquellos hechos de Caranavi y lo vivido en Yapacaní, cuyo resultado pasa el número de 400 muertos.
En Bolivia se mantiene aquel estigma que viene desde la “Revolución rusa” y que revela que el “pueblo siempre pone los muertos, mientras que el Gobierno las balas”.
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