Martín Santiváñez
A raíz del encuentro entre Mahmud Ahmadineyad y los líderes del socialismo del Siglo XXI recordé el famoso cuadro de Grigori Shegal dedicado a Joseph Stalin, titulado “Dirigente, maestro y amigo”. La pieza refleja hasta qué punto la ideología puede convertirse en un sucedáneo de la religión. En ella se observa al todopoderoso líder de la Unión Soviética atendiendo con gesto paternal a los trabajadores bajo la estatua de un Lenin cuasi-divinizado. Así, convertido en el sumo sacerdote del marxismo-leninismo, Stalin consolidaba la mitificación de su figura en aras de objetivos estrictamente políticos.
Carl Schmitt, un intelectual que al igual que Shegal fue seducido por el espejismo de Siracusa, sostuvo que todos los conceptos significativos de la moderna teoría del Estado son, en esencia, “conceptos teológicos secularizados”. Similar extrapolación puede aplicarse a la política capturada por la ideología. Sus columnas teóricas son derivaciones de una teología del poder, porque abrazan la escatología y el mesianismo como claves de interpretación teórica. La figura de un Stalin conductor de masas que dirige al proletariado en pos de la utopía ácrata ilustra bien el afán trascendente del materialismo sistémico, una familia ideológica que ha sobrevivido a la caída del muro de Berlín y experimenta un proceso de regeneración.
El socialismo del Siglo XXI defiende esta clase de dogmas políticos. La Venezuela chavista, el correísmo ecuatoriano, el sandinismo de los Ortega y el indigenismo de Evo Morales pertenecen a la misma matriz de pensamiento. El populismo latinoamericano, sin dejar de ser un estilo concreto de la acción pública, está enraizado en una cultura política proclive al autoritarismo y a la sacralización de los detentadores del poder. Así ha sido con todos los caudillos latinos, desde Porfirio Díaz hasta Perón.
El culto a la personalidad es anterior a las repúblicas y se hunde en los grandes imperios del pasado. Bolívar republicaniza el deísmo cultural y lo fomenta. La “oración de Pucará” recitada por José Domingo Choquehuanca en honor al Libertador denota el profundo mesianismo de nuestros pueblos: “Quiso Dios formar de salvajes un gran imperio; creó a Manco Cápac; pecó su raza y lanzó a Pizarro. Después de tres siglos de explotación ha tenido piedad de la América y os ha enviado a vos. Sois pues, el hombre de un designio providencial”.
Por eso no sorprende en absoluto la estrecha comunión de objetivos que comparten el socialismo del Siglo XXI y el chiísmo teócrata. La figura del imanato, la absolutización de la verdad política, la construcción artificial de enemigos externos e internos y el carácter mesiánico del conductor popular, son características comunes que aproximan ideológicamente al bloque chavista e Irán. Es natural que regímenes piramidales que gozan de importantes respaldos fundados en redes clientelistas y estrategias cepalianas busquen construir barreras comunes a la crisis global que amenaza con expandirse.
Si bien las sociedades abiertas han de tener en cuenta los objetivos geopolíticos de la alianza socialchiísta, también es preciso introducir los incentivos adecuados capaces de mejorar la cultura política de la región, variable fundamental en el momento de explicar la debilidad institucional que tanto caracteriza a las democracias latinas. Ese es el gran reto que debemos enfrentar.
El autor es investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra.
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