Es una característica natural del pensamiento de los seres humanos, en especial de personajes de la clase política, el confundir la apariencia con la esencia o tomar la parte por el todo. Esa conducta se hizo visible en pasados días con motivo de la posesión de nuevos funcionarios de organismos judiciales, quienes en solemnes ceremonias y controvertidos actos públicos, juraron a sus cargos haciendo reiteradas promesas de independencia, honestidad, responsabilidad y otros conceptos dulces al oído.
Al mismo tiempo, el régimen imperante quiso mostrar que el país ingresó en una nueva etapa en lo que se refiere a la aplicación de Justicia y que, por tanto, todo será en adelante una taza de leche y que se puso fin a la retardación de justicia, la corrupción, que los culpables serán sancionados y los inocentes beneficiados, se vaciarán las cárceles y otras lindezas. Es más, que se cumplirá con las leyes y así los nuevos funcionarios judiciales serán dechados de honestidad, cumplimiento, respeto a las leyes y que otros aspectos negativos frecuentes en el pasado, desaparecerán como por arte de encantamiento.
Ante todo, en la posesión de las nuevas autoridades del Poder judicial se manifestó que ellas serán independientes, que aplicarán la justicia en puridad del Derecho y, ante todo, estarán al margen de las influencias del Poder Ejecutivo (ahora conocido como Órgano Ejecutivo y que está detrás de controlar todos los Poderes) y que éste no meterá las manos en un organismo que actuará con absoluta libertad y al margen de cualquier influencia externa, de acuerdo con el sacrosanto principio de la Independencia de Poderes.
Todo ello está muy bien planteado. Pero mientras en las palabras se muestra una cosa, los hechos resultan lo contrario, pues, en primer lugar, la elección popular de las nuevos magistrados lo único que hizo fue aceptar lo que el Órgano Ejecutivo ya había elegido a dedo. Es más notorio aún que las nuevas autoridades judiciales no serán novedad, ya que sus funciones deberán someterse a la letra de la antigua legislación colonial y feudal, pues no hay una nueva, excepto la Constitución de la Calancha, criticada por diversas falencias, y algunas disposiciones legales, ya que otras no han sido cambiadas o bien apenas han sido retocadas, como los Códigos y otras disposiciones y, por tanto, sólo se habrá cambiado la fachada.
Pongamos un ejemplo. Si un campesino tiene un problema de la tierra apela ante el Tribunal agrario, ¿qué harán las nuevas autoridades? Estas se limitarán, de acuerdo con el juramento que les dio la responsabilidad, a aplicar las antiguas disposiciones agrarias, en particular la Ley INRA dictada por el gobierno neoliberal de Gonzalo Sánchez de Lozada y que está en plena vigencia, aunque con otra etiqueta. Así, la justicia será la misma y sólo los juzgadores serán otros.
En esa forma, aunque se cambió magistrados, continuará en aplicación la vieja legislación, o sea que sólo habría cambiado la forma, continuará intangible el fondo y las nuevas autoridades serán similares a las anteriores, excepto cambio de nombres y amos, es decir “lo mismo que igual”.
Lo que el país requiere es un cambio de sus bases sociológicas, así como de sus superestructuras o, por lo menos, la reforma de éstas últimas. Necesitamos soluciones de fondo y no únicamente de maquillaje, por lo cual nos encontramos con la sentencia bíblica que dice: “Viejos tambores, nuevos tamboreros” o, en conceptos nativos, “el mismo llokalla, con otro poncho”.
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