Erick Fajardo Pozo
A nadie se le escapa que el sorpresivo llamado al diálogo de Evo Morales a los partidos políticos y otros sectores no oficialistas - al menos no abiertamente oficialistas - no es sino un desesperado intento por mantener al occidente del país y a la clase política formal al margen del escenario de conflicto de Yapacaní.
Un régimen asediado por sus demonios interiores, busca mantener la Sede de Gobierno aséptica a su crisis y en calma, ofreciendo a su devaluada oposición un escenario político estéril pero de protagonismo revitalizador, bajo condición de portarse bien para asistir a un convite real cuya previsible intención es electoralizar de nuevo la crisis.
Mientras el Gobierno tiene el control, la oposición es formal (radical en la pose para la foto, pero siempre asequible a un conveniente acuerdo para que las cosas no pasen de un virulento titular o apertura de diario). Pero siempre hay el riesgo de que el olor a sangre induzca a los domesticados opositores a ceder al instinto de lanzarse sobre el conflictuado Ejecutivo. Para eso el diálogo y la oferta de ir a revocatorio.
Al fin y al cabo “la ropa sucia se lava en casa” y la acumulación de contradicciones en el país es de por sí un polvorín sobre el cual Evo Morales no se puede permitir que hagan chispa tres muertos y 70 heridos, saldo de otra pulseta de poder doméstica en el interior del MAS. Necesita tiempo para apagar el incendio y cauterizar con dádivas a su sector.
Pero Morales duerme con el enemigo. Es un gobernante henchido de las mieles del poder, siempre más dulces a la sazón de la deliberada ignorancia sobre los pormenores del manejo gubernamental de sus adulones, que aprovecharon el éxtasis de saciedad en que deambula el cocalero para desatar su galeón y apartarlo del resto de la flota.
No existe ya oposición en Bolivia, pero las luchas intestinas entre la clientela parasitaria del Ejecutivo y las organizaciones que componían el “instrumento político”, han provocado una fractura con su base social que cada día le significa al Gobierno la dimisión y alejamiento de un sector, una organización o una comunidad.
El pleito no es más con una resistencia autonómica proscrita y expatriada, ni los sectores que se resisten son enclaves de la “derecha prefectural”, sino que son comunidades declaradamente masistas que resienten con la misma vehemencia de las clases medias la conculcación de su autonomía y la intervención del Estado central para desequilibrar la correlación de fuerzas en la resolución de sus disputas internas.
En esto el entorno palaciego no ha tenido el cuidado de cultivar ni tan siquiera la relación con aquellos que en su momento fueron determinantes para imponer el proceso de cambio tanto en la arena del debate académico como en las calles. Indígenas de tierras bajas, izquierda verde, neosindicalismo de asalariados sociales y ahora hasta municipios en el seno del reducto territorial de la coca se abren del MAS en medio de protestas y violencia.
No hay principio de autoridad y la mística de Evo se cae como maquillaje barato. La presencia de Estado y el control del Ejecutivo son una farsa que para sostenerse impone cada vez más caras facturas. Sostener al objetado alcalde oficialista de Yapacaní, un reducto cocalero, supuso un brutal operativo policial que le recordó al país con un baño de sangre, que desde enero de 2007 son balas y palos el lenguaje del poder.
El gobierno de Morales se ha desmarcado de su base social cual iceberg que se desprende del continente; su administración es un castillo de naipes en una plataforma de hielo a la deriva sobre las aguas cada vez más hostiles de la insurgencia interna y la casi agotada tolerancia de la comunidad internacional para con sus resultados electorales siempre contundentes, pero extrañamente incapaces de dar gobernabilidad.
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