Por Teodoro Martínez Arán
Los niños amamantados tienen mucho menos riesgo de padecer enfermedades infecciosas como la diarrea, meningitis, enfermedades respiratorias graves y otitis. Podría reducir el 75% de los neonatos que fallecen sin causa aparente en los primeros 6 meses de vida (muerte súbita del lactante). Previene enfermedades del adulto, como la diabetes, la obesidad, las enfermedades inflamatorias intestinales o el asma. Lo más sorprendente es su aparente potencial anticancerígeno, pues los niños amamantados tienen menos incidencia de tumores de riñón, neurológicos, linfomas o leucemias.
También son más inteligentes, tienen un mejor desarrollo psicomotor, y sus madres tienen menos riesgo de padecer cáncer de mama, depresión, osteoporosis o anemia. Y por si fuera poco, es gratis, está al alcance de todo niño nacido en cualquier parte de nuestro proceloso mundo.
El abandono paulatino del amamantamiento durante el Siglo XX suele achacarse a un conjunto de argumentos estandarizados: la incorporación de la mujer al mundo laboral, la comodidad de la madre, la falta de experiencia de las nuevas madres... Todas estas excusas tienen algo en común: cargan el grueso de la culpa del problema en la mujer, y absuelven totalmente al grueso de los auténticos culpables: los profesionales que la aconsejaron mal, las instituciones sanitarias que no la ayudaron, la sociedad que obliga a la madre trabajadora a optar entre su trabajo o su hijo, o las compañías de alimentación infantil que engrasaron y engrasan, con sus malas artes, la maquinaria de la mala praxis clínica.
Tal es así, que la mayoría de los médicos conoce la leche materna humana por comparación con la leche de vaca, pero desconoce sus virtudes, pues así se lo enseñaron en sus facultades.
La leche humana, como todos los otros regalos de nuestra evolución, ha sido esculpida y perfeccionada a lo largo de millones de años, haciéndola óptima para el desarrollo de nuestras crías. En la actualidad vivimos un evento sin precedentes en la naturaleza: en tan sólo cien años, una especie de mamíferos ha modificado masivamente la alimentación que reciben sus propias crías, alimentándolas con la leche que producen otras especies animales. Comúnmente se alude a esta situación como el mayor, más global, más impredecible, osado y peligroso ensayo clínico realizado en la historia de la humanidad. Las consecuencias para el desarrollo de las generaciones futuras y para nuestra propia especie son absolutamente impredecibles.
Siempre hay alguien que nos abre los ojos: un paciente, un compañero, un artículo. Resulta durísimo para un pediatra descubrirse en medio de esta vorágine, y haber participado inconscientemente de ella. Echar la vista atrás, y comprender que jamás, ni en la facultad de medicina, ni en el período de formación como especialista (¡como pediatra!), ni en los primeros años de vida profesional, había recibido formación sobre los beneficios de la alimentación natural al pecho.
Repasar los contenidos de mis libros de referencia en aquellos años, buscando aquello que yo debía haber sabido… y descubrir que no podía saber lo que nunca estuvo. Congresos falaces, cursos tendenciosos… cantos de sirena que habrían dirigido sin remedio el rumbo de mi profesionalidad hacia las rocas del mercenarismo y la connivencia.
Pero la comprensión de una situación que se la debe cambiar no es más que el primer paso. Así lo entendió un amigo pediatra, maestro: “Cuando al final de tu vida profesional, tras 25 años de ejercicio, descubres que habías basado tu práctica en conocimientos erróneos, y que tu actuación, bienintencionada pero mal formada, ha podido perjudicar a pacientes, de repente tu propia vida parece que no ha tenido sentido. Pero no es ése el momento de lamentarse, sino de crear nuevos futuros desde lo que aprendemos del pasado”. Así consiguió Ricardo García de León convertirse en referencia nacional del cambio en pro de las madres, sus hijos y su derecho a recibir una crianza natural.
Pues como decía el anciano: “un sabio puede sentarse en un hormiguero, pero sólo un necio permanece sentado en él. Porque cuando la mente se ensancha para dar cabida a una idea, jamás vuelve a su dimensión original”.
El autor es médico.
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