La dignidad y la seriedad en la política interna de cada país tienen extraordinarios efectos en su vida política internacional. Eso es lo que recientemente ha demostrado el Presidente del Perú, cuando afirmó ante el Cuerpo diplomático y diversos organismos internacionales que “en el Perú se respeta lo que se firma”, declaración de principio que puso fin a una ola de comentarios y suposiciones que circulaban en sentido contrario.
La declaración presidencial tuvo como primera consecuencia una prueba de la solemnidad que debe caracterizar a todo Estado que se respeta a sí mismo al hacer cumplir lo que firma y, en segundo lugar, conseguir un suspiro de alivio en el ambiente internacional interesado en favorecer el desarrollo económico de países emergentes, haciendo importantes inversiones que, en algunos casos (excepcionales, por cierto), no son aceptadas o bien son “espantadas” a otras fronteras por el infantilismo de izquierda.
La afirmación textual del mandatario del Rimac -“Poseemos reglas claras, respetamos lo que se firma”- cayó naturalmente como plomo derretido en los oídos de los populistas desfasados que todavía sobreviven. Pero esos conceptos han trascendido el marco local y han puesto en vigencia práctica, una vez más, el principio universal que establece que se debe respetar lo que se firma, principio de dignidad inmortal que, sin embargo, algunas veces corre el riesgo de ser ignorado, aunque sin medir las consecuencias, actitud que, no obstante su intangibilidad, resulta común en gobernantes que carecen de sindéresis o bien no toman en cuenta que su respetabilidad se encuentra en el cumplimiento de lo que se suscribe, vale decir desconocer el dicho “firmar con la mano y borrar con el codo”.
En nuestro país se observa en estos días una dudosa contramarcha indígena, una discusión congresal y hasta posturas de diversa índole que presionan para la revisión de la Ley corta y, en esa forma, hacer realidad la construcción de un tramo del camino del Parque Isiboro-Sécure, desconociendo la oposición popular que se tradujo en un levantamiento general de hecho y de derecho de la población que, en apoyo contundente a la marcha de los indígenas del TIPNIS, consiguió que esa “rodovía” no se realice. No se puede, por tanto, desconocer, por algún capricho pueril, esa especie de referéndum que realizó un millón de ciudadanos de La Paz, sede del Gobierno, en apoyo a los marchistas masacrados con alevosía y a mansalva en Chaparina, apoyo que contó con el respaldo de todos los pueblos del interior.
Como resultado de esa acción de masas, el Gobierno aceptó, aprobó y firmó la Ley corta, pero ahora, al parecer, intenta dar marcha atrás como si no se hubiese producido la histórica decisión popular y, así, muy suelto de cuerpo, desea, al parecer, reformar o abrogar la ley que él mismo propuso y firmó. Sin embargo, no se trata ahora de modificar la Ley corta, sino lo que está en debate es el caso de si se respeta o no lo que se firma, vale decir si se es o no consecuente con el pueblo, sabiendo, además, que la única lucha política correcta y que conserva la dignidad gira en torno a los principios.
Una violación de los principios podrá efectivamente tener efectos de consideración o bien restar seriedad y respeto al Gobierno a nivel interno y externo o determinar total desconfianza en todo nivel. Pero, en forma concreta, una decisión contra la lógica objetiva podría paralizar la economía interna, que se basa en la palabra empeñada, y ni qué decir de las inversiones foráneas, ya bastante afectadas por las erráticas medidas de la ideología populista y que confía en que “hay que meterle nomás, y después estarán arreglando los abogados”, dejando en el olvido que los gobiernos no sólo deben ser respetuosos sino también respetables, ya que la dignidad de las naciones es la dignidad de los gobernantes.
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