Salud
Teodoro Martínez Arán
Cuando recogemos una analítica, medimos nuestra tensión arterial o pesamos a nuestros hijos, en seguida nos surge la duda de si la cifra que obtenemos es normal o no. En ocasiones, de dichas medidas derivan inmediatas acciones diagnósticas o terapéuticas, y, en otras, los profesionales sanitarios parecen mirar con una cansina indiferencia la que nos aparece como una anomalía incuestionable, sin que nos sepamos explicar el porqué de esa aparente displicencia.
La normalidad, en medicina, es un concepto con un fuerte componente estadístico. Es normal que nuestra altura sea tal o cual a una determinada edad porque la mayoría de las personas sanas tienen tal o cual altura en dicha edad. Por ello, es evidente que esa normalidad depende de variables al margen de la salud: etnia, hábitos alimenticios o incluso algunos rituales culturales (como la costumbre de anillar el cuello de las adolescentes en algunas culturas) pueden influir en la altura sin que estemos ante circunstancias patológicas. Por ello, a la hora de evaluar si una determinada medición, o prueba diagnóstica, o constante vital es normal, los sanitarios evalúan varios aspectos. Entre ellos, hay tres que son especialmente relevantes: la intención de la medición, el contexto en el que ha sido recogido, y la evolución del mismo. Para ilustrarlos, veamos el ejemplo de la medición de un niño.
No es lo mismo medir la talla de un crío en un estudio de salud en la escuela, que hacerlo en otro que está recibiendo tratamiento con hormona de crecimiento. En el primer caso, la intención es detectar los casos claramente diferentes en una única medida puntual con objeto de estudiar cuál de ellos puede tener una patología que podamos tratar, y cuál es bajito o alto de manera constitucional. En el segundo, queremos asegurarnos de que el tratamiento es efectivo, y monitorizar que sigue mereciendo la pena utilizarlo sin riesgos para el crío.
En definitiva, unas veces buscaremos sensibilidad en la medición (detectar todos los casos patológicos, aunque no todos los individuos con valores anormales estén enfermos), y en otros casos precisión. Y por eso seremos tolerantes con errores de medida en el primer caso, y exigiremos precisión hasta las décimas de milímetro en el segundo.
Es necesario evaluar el contexto de la medida, el cual define en gran medida la tabla de comparación que permite comprobar la normalidad o anormalidad de la misma. Por ejemplo, la medición de los niños amamantados con tablas de peso y talla obtenidas a partir de la medición de niños alimentados con biberón ha sido y es una frecuente causa de abandono de la lactancia artificial, puesto que la curva de crecimiento de ambos lactantes es diferente en las primeras semanas.
Hasta que la OMS no ha elaborado una tabla de niños amamantados naturalmente, estos niños estaban siempre situados en valores anormales, cuando los que seguían ritmos de crecimiento anómalos eran los otros. Lo mismo podría suceder si se hiciera una tabla de peso en una población con una tasa de obesidad infantil o con malnutrición severa.
Por último, más importante que el valor absoluto de una medición de un determinado parámetro es la evolución del mismo en la historia del paciente. Un niño que padece una gastroenteritis pierde bruscamente mucho peso, y puede dar un valor puntual anormalmente desviado. Sin embargo, su curva de peso se recupera rápidamente tras curar su enfermedad. En el otro extremo, un niño que se hace alérgico a un alimento que forma parte de su dieta puede tener valores normales de peso y talla al inicio de la sensibilización, pero su curva de peso empeora progresivamente hasta que no es eliminado de su dieta el alimento que le produce los síntomas.
Dada la relativa dificultad para la interpretación, debemos huir de realizar por nuestra cuenta mediciones de constantes o analíticas si estas no van a ser supervisadas por profesionales sanitarios, puesto que, un valor anormal no tiene por qué ser equivalente a enfermedad, ni uno normal asegurar nuestra salud. No nos arriesguemos a ser víctimas del atrevimiento que nos da la ignorancia, que puede producirnos desde un inocente susto a una engañosa y peligrosa tranquilidad.
El autor es médico, especialista en pediatría.
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