Bashar Al Assad siempre fue un hombre discreto. Comparado con sus derrotados homólogos de Medio Oriente, el Presidente sirio parece reservado, introvertido, acaso acomplejado, hasta víctima de una inseguridad enfermiza.
A pesar de las apariencias, nunca fue un hombre sediento de poder. Simplemente se plegó a la función presidencial y sus trágicos esfuerzos para lograrlo muestran bien que no estaba hecho para imitar a su padre, el temible Hafez Al Assad, que sometió a su país a sangre y fuego durante casi 30 años. Para decirlo de otro modo: Bashar Al Assad es un dictador a pesar de sí mismo.
Si bien ese error de casting fue al principio una fuente de esperanza para el pueblo sirio, rápidamente se transformó en decepción y terminó siendo causa de enormes sufrimientos.
En principio, nada lo destinaba al poder. Bashar hizo sus estudios en Damasco y terminó su formación como oftalmólogo en Londres. En 1994, tras la muerte de su hermano Basel, heredero designado de su padre, pasó a ocupar el primer lugar en la línea sucesoria y tuvo que regresar a Siria, donde entró en la academia militar para prepararse para su cita con la historia. Ese día llegó cuando murió su padre, en junio de 2000: con apenas 34 años tuvo que asumir la conducción del país. (La Nación)