Laura M. López Murillo
En algún lugar inhóspito de México, detrás de la sierra del olvido y en un recoveco del tiempo, subsistió intacta una de las versiones más generosas del hombre; pero ahora, los estragos de la civilización recorren los senderos de la inocencia...
La sierra Tarahumara, hogar ancestral de los rarámuri, fue la frontera natural que durante mucho tiempo impidió la incursión de criterios ajenos; las distancias entre las familias y la extrema dificultad para desplazarse entre los escuetos asentamientos impidieron que los conquistadores, los misioneros y los revolucionarios impusieran su visión del mundo. Por derecho propio, los rarámuri permanecieron alejados del mundo civilizado y conservaron intactos los rasgos que fortalecieron la unión de su etnia.
Al margen del progreso y la modernidad, los hombres de los pies alados, poseedores incuestionables del olvido institucional subsistieron por la fuerza de la solidaridad arraigada en sus memes: kórima es el vocablo rarámuri que designa al compromiso social como una tradición que surge en la ayuda y el apoyo mutuo. Pero nada es para siempre.
La lejanía, manantial de la autonomía y la dignidad de los rarámuri, se desvaneció por los estragos de ambiciones perniciosas: la tala inmoderada y excesiva modificó el entorno natural, los productores de estupefacientes impusieron la fatal disyuntiva entre la esclavitud y la muerte. No obstante, la legendaria barrera del silencio permanecía inalterable. La trágica situación de los rarámuri permanecía oculta, la indiferencia hacia ésta y todas las comunidades indígenas se mantuvo como el criterio predominante en las políticas públicas y en las etnias se concentraron todos los matices de la discriminación.
El abuso y la depredación de su entorno destruyeron paulatinamente su fortaleza. La desesperación arrasó con la maravillosa habilidad de volar con los pies en la tierra y la muerte se apareció como un remedio a los estragos de la hambruna. Y la intensidad de la desventura trascendió la frontera del olvido y un rumor irrumpió el silencio. La muerte de los rarámuri se filtró en los mensajes y en las redes sociales se reprodujo el eco de la indignación. La conciencia ciudadana logró vencer las inercias del olvido gubernamental, la solidaridad espontánea impregnó el ambiente y Kórima se expande más allá de sus límites ancestrales para atenuar los estragos de la sequía. Los centros de acopio se multiplican en todo el país, y la hambruna se escapa pero amenaza con volver, más tarde o más temprano la generosidad será insuficiente. El bienestar y la dignidad germinarán en el hogar de los rarámuri cuando las bondades del Estado lleguen a su territorio y se arraiguen como un derecho irrenunciable.
Es imperativo que el progreso social llegue a todos los moradores de la geografía nacional, que la salud sea una realidad latente en todos los recovecos donde el tiempo se detiene, que la prosperidad revierta los estragos de la civilización y fertilice los senderos de la inocencia…
La autora es Licenciada en Contaduría por la UNAM. Con Maestría en Estudios Humanísticos, Especializada en Literatura en el Itesm.
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