En un ambiente de indiferencia y dubitaciones se han cumplido tres años de la aprobación y aplicación de la nueva Constitución Política del Estado, la misma que fue producto de un parto poco menos que forzoso de la Asamblea Constituyente de 2004. Aprobada la nueva Carta después de enormes avatares (como el episodio de La Calancha), por medio del referéndum del 25 de enero, entró en vigencia el 7 de febrero del 2009, llegando al presente en medio de crecientes demandas para su reforma en varios aspectos.
Una idea o una ley sólo tienen valor en sí mismas y adquieren categoría de tales cuando se realizan en aplicación práctica. Mientras tanto, cualquier proposición no pasa de ser una acumulación de palabras o un conjunto de buenos deseos e intenciones. En ese sentido la nueva Carta magna debe ser analizada, de tal forma que se la pueda avalar en sus proyecciones y evitar ser llamada “farsa magna”.
Un juicio inicial sobre la nueva Ley de leyes permite señalar, en primer lugar, que su esencia se basa en la desfasada ideología populista, vale decir el deseo de sus autores de construir el socialismo sobre la primitiva comunidad indígena, evitando pasar por el proceso capitalista; ideología utópica rechazada por la práctica, así como por la teoría política. A esa característica se sumó un aspecto económico consistente en establecer la “economía plural”, que hace que la economía del país marche por las más variadas, contradictorias y antagónicas direcciones, produciendo, por consiguiente, un verdadero caos. En efecto, nadie sabe a dónde ir y todos se dan cabeza con cabeza, lo cual, efectivamente, origina el caos en que vive el país.
Un aspecto destacable de la nueva Carta consiste en que negó a Bolivia la calidad de Nación y a lo más empezó a considerar que se había convertido solamente en un Estado. Se desconoció, por tanto, que el Estado es el producto político de una realidad objetiva y que si no existiese esta realidad material, el resultado ideológico-político es imposible que exista. En ese sentido, los autores de la nueva disposición constitucional cayeron en un extremo idealismo subjetivo, es decir considerar que la Constitución es un producto divino y que la realidad es resultado de las ideas eternas y de origen extraterrestre, lo cual es llegar al absurdo.
Toda Constitución tiene una estructura alrededor de la cual gira toda clase de aspectos políticos, religiosos, culturales, etc. y, en el caso presente, la nueva Carta tiene orientación no al futuro sino al pasado, ya que niega los avances democráticos de la sociedad boliviana y, en cambio, señala objetivos hacia el pasado feudal, colonial y comunitario (el ayllu) de nuestro desarrollo histórico.
Pero mientras en el fondo esta norma constitucional establece esos objetivos reaccionarios, por otro lado se los encubre con grandes dosis de argumentos de “izquierda”, lo cual no modifica el fondo del asunto, sino más bien lo consolida, vale decir que más se consolida el pasado y se niega el porvenir. En síntesis, negadas en esa forma la Nación y la democracia y, además, propuesta una ideología populista que ha degenerado en populacherismo, se invalida cualquier perspectiva hacia el futuro. Es más, esa proposición frena el desarrollo social y por tanto se origina una cadena de problemas que conducen a la crisis permanente, los conflictos cotidianos y el ingreso a un callejón sin salida. Así el país se encuentra entre la espada y la pared y ha perdido la perspectiva hacia el devenir de la historia.
En esa forma, al cumplirse tres años de la nueva Carta política constitucional el país está sin guía ni norte, enfrentado entre departamentos, regiones, organismos sociales, tendencias de gobierno, etc., en vez de que todos estemos unidos en torno a la lucha y defensa de un solo objetivo histórico, de acuerdo con nuestra propia realidad y no sobre imposiciones foráneas o puntos de vista universales que han causado el actual confuso estado de cosas en el que vive el país.
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