Martín Santiváñez Vivanco
Mercedes Portilla, jueza quinta de lo civil de Pichincha, ha condenado a Juan Carlos Calderón y Christian Zurita, autores del libro “El gran hermano”, a pagar dos millones de dólares al presidente Rafael Correa, el Mashi, según la nomenclatura novo-andina que promueve el ejecutivo ecuatoriano.
Para la magistrada Portilla, el daño ocasionado a Correa se ubica “a nivel de lo espiritual” y “sólo la persona que lo sufre puede indicarlo, siendo innecesario que un profesional de la psiquiatría o psicología certifique tal padecimiento”. TC Televisión, una pieza del conglomerado mediático que el correísmo ha construido con fondos del Estado, hizo pública la noticia horas antes de que los periodistas fueran notificados judicialmente.
Las instituciones ecuatorianas son, en gran medida, oficinas descentralizadas del Palacio de Carondelet. Correa busca edificar un Estado de tintes orwellianos. Su gobierno, nacido de la anarquía democrática que sepultó a la antigua partitocracia, ha eliminado la precaria división de poderes que caracterizaba a la república del Ecuador. El presidente se impuso a un entorno dominado por elites percibidas desde el ámbito popular como ineficientes y frívolas.
Históricamente, el patriciado ecuatoriano ha plasmado su poder en ejecutivos absentistas (tanto en Quito como en Guayaquil). El Mashi es el producto acabado de una crisis de representación política plasmada en la interrupción de los gobiernos de Bucaram, Mahuad y Gutiérrez. En esencia, Rafael Correa materializa un estado recurrente de la sociología latinoamericana: la presidencia imperial. Krauze la estudió de manera brillante bajo la óptica liberal. Pero el fenómeno nos acompaña desde antes de la independencia. El cesarismo forma parte de nuestra cultura política.
No olvidemos, por ejemplo, que el novecientos latino ya hablaba de mandatarios que actuaban “como virreyes sin juicio de residencia”. Semejante deriva caudillista se ha prolongado en el tiempo, fortaleciéndose.
Por eso, no sorprende en absoluto que el Leviatán ecuatorial, en su afán por controlar todos los resortes del poder, combata con la prensa y menoscabe los espacios que aún orbitan en la oposición. La autocracia favorece el copamiento del Estado y permite la instrumentalización de los mecanismos judiciales.
Human Rights Watch y la Sociedad Interamericana de Prensa denunciaron hace pocas semanas el entramado legal que restringe la libertad de expresión y establece un clima de censura. Bajo el gobierno de Correa los periodistas se enfrentan a penas de hasta dos años de cárcel por desacato a la autoridad. La oposición, fragmentada, no logra delinear un proyecto alternativo al correísmo masificado.
A fin de cuentas, el “big brother” no es el empresario audaz que lucra del nepotismo. El auténtico “gran hermano” es el que mora en Carondelet moviendo los hilos del poder. Desde allí, a modo de “ogro filantrópico”, Correa ha conseguido forjar una amplia red clientelista que genera dependencia, corrupción y debilidad institucional. El régimen autocrático de Alianza País compromete el desarrollo a largo plazo.
Ecuador vive, otra vez, el espejismo populista, la monocracia adánica que aspira a la refundación permanente. En su libro “El poder político en el Ecuador” el ex presidente Osvaldo Hurtado denuncia el “sello ineficaz del populismo”. Si Latinoamérica pretende construir Estados inclusivos, he allí un rasgo que debe eliminar.
El autor es investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra.
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