La distancia cultural existente entre Inglaterra y los pueblos coloniales del mundo fue y es tan abismal, que ha distraído la atención de nuestros intelectuales durante siglos, a los que hubieran podido ser los mejores de nuestras sociedades, sobre la verdadera naturaleza de las, desde entonces, llamadas instituciones sociales del mercado, que comenzaron a hacerse visibles nada menos que en los años finales del Siglo XVII, cuando ni siquiera habían decidido la creación de las repúblicas africanas e hispano americanas.
En las aulas universitarias del mundo se continúa enseñando, ante el embeleso de los alumnos de los primeros cursos de las facultades de economía, la forma en la que supuestamente se habría iniciado el llamado sistema económico liberal o de mercado, que según sus versiones apareció funcionando como por arte de magia, de la noche a la mañana en la sociedad inglesa, dando con ello la impresión de que era un acto de la providencia, como el milagro de la famosa “mano invisible” de Adam Smith, que se encargaba de alimentar lo que se vino en llamar la escalera de su eterno progreso material.
Estas historias, contadas a la manera de los cuentitos ingleses, en las que se mezcla la realidad con la presencia de brujos y extraños menjunjes mágicos, se las enseña en todas las universidades del planeta con el nombre de doctrinas económicas, con un claro indicativo de que muchos de los estudiosos de economía del mundo (con la obvia excepción de los economistas de Inglaterra), no sospechan todavía lo que es la verdadera ciencia económica, menos lo que es una doctrina.
Las apariencias con las que los fenómenos sociales se presentan tienen siempre un carácter providencial, lo que se debe a que el fenómeno es, por definición, algo extraordinario y sorprendente, que nunca muestra las causas que lo originan.
La descripción de Adam Smith sobre la forma en la que comenzó a funcionar el mercado sin la intervención de nadie, es la descripción de un fenómeno que en su momento causaba la admiración de una sociedad con escasos conocimientos y medieval, como lo era la sociedad inglesa de la época, con la excepción de sus gobernantes que eran los que tomaban las medidas para que las cosas funcionaran de ese modo.
Pero como venimos repitiendo en diversos artículos de prensa, la realidad, como nos enseña José Ortega y Gasset, tiene siempre dos haces: lo que de ella se manifiesta a nuestros sentidos, lo que de ella en consecuencia aparece en nuestra conciencia, y lo que de ella no se manifiesta, que son las formas de realidad de las que se ocupan la filosofía y las ciencias, las que superando las percepciones que nos trasmiten nuestros sentidos, van siempre más allá, en la búsqueda de las razones o las causas para que las cosas sean lo que son y hagan lo que hacen.
Ahora bien. Por primera vez en la historia del sistema económico de mercado vamos a comenzar a develar el cuentito de Adam Smith, lo que tenemos que hacer utilizando los métodos de las ciencias sociales. Como todo conocimiento de la ciencia, cuando se lo desarrolla y completa, resulta siendo tan simple, que no alcanza a explicarnos cómo, antes de recibir ese conocimiento, no habíamos caído en cuenta sobre una cuestión tan elemental.
Al relato de Smith, como a todo relato de dos dimensiones, del mismo modo que el retrato de una persona en relación con el retratado, le falta su tercera dimensión que sólo puede darla el concepto, que es el órgano perceptivo de la realidad que utiliza la ciencia, la que en lugar de detenerse en las cosas tal como ellas se presentan o, en lo que se dice de ellas, va más allá en la búsqueda de las causas que originan el fenómeno del que se trate.
Aceptando que, en efecto, la “mano invisible” de Adam Smith era una realidad que accionaba la economía inglesa, lo primero que la ciencia nos hará conocer, al reconstruir el campo histórico inteligible o la realidad enteriza en la que se desarrollaban esos acontecimientos, es que la mano pertenecía a un cuerpo tan invisible como ella, que si bien sería conocido como el sistema económico liberal o de mercado, para accionarla se necesitaba de una periferia colonial que le provea los elementos de su eterna prosperidad.
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