En todos los tiempos y países del mundo, los gobernantes guardaron siempre, en todos los casos, la dignidad personal de tal forma que con esa compostura enriquecieron la dignidad de los países que conducían. Jamás hacían actuaciones teatrales, vestían de manera impecable, se cuidaban de emitir conceptos injuriosos, no comían en público, evitaban actos bochornosos, respetaban a las mujeres, en una palabra, tenían por encima de todo el respeto al pueblo que dicta las normas para la práctica de ser respetuosos, pero, ante todo, respetables.
En tiempos de Roma, los senadores no se animaban a comer o tomar agua en actuaciones públicas y mucho menos usar sombrero en actos oficiales o ceremonias diplomáticas, so pena de ser criticados por hacer el ridículo, lo cual les valía la expulsión del Senado y, lo que es peor, ser castigados con la mofa del pueblo. Esas presentaciones ridículas, que causan risa y burla, eran consideradas como una ofensa a la Nación y a la respetabilidad de todos los ciudadanos. Aun en su vida privada los personajes políticos mantenían la dignidad y buena presencia, todo lo cual hizo grande a Roma.
En tiempos recientes, era imposible que se hubiese visto, por ejemplo, a Napoleón con la ropa desaliñada, con los cabellos cubriéndole la cara o devorando con las manos una pierna de pollo. Menos hubiese sido posible ver a Simón Bolívar como un payaso o a Lenin como un bufón bailando en una calle haciendo piruetas y dando un paso de danza abrazado a algunas damas.
Esas acciones vulgares fueron siempre censuradas por la moral pública, porque el ridículo fue el delito más grande que se podía cometer y que cuando se lo hacía merecía el castigo más implacable del pueblo: la risa. Se puede decir que ni el más grotesco personaje de nuestra historia, como Mariano Melgarejo, hubiese caído en la ridiculez de permitir que se rían de él por cualquier motivo. Ni siquiera perdió la dignidad cuando después de romperse la pierna en Oruro, entró a La Paz montado en Holofernes, sin dar la menor muestra de dolor o provocar lástima.
Así mismo, practicaba el máximo respeto hacia las mujeres, evitando cualquier alusión a su ropa interior o siquiera fuese mal vista, al extremo que cuando en una oportunidad su mujer fue aludida con un concepto insignificante por uno de sus cortesanos, ordenó el inmediato fusilamiento del agresor.
Como el ridículo es el arma más poderosa para desacreditar a los gobernantes, algunos medios de comunicación aprovechan la mínima oportunidad para detectarlo y enseguida difundirlo por todo el mundo para causar, en esa forma, no sólo el desprestigio de quien lo ha cometido, sino también denigrar al país de origen del autor del acto de risa y burla.
Eso ocurrió recientemente a raíz de unas ofensivas coplas que pronunció, tal vez en forma inocente, el primer mandatario -como él mismo lo dijo- en un acto carnavalero en la puerta del Palacio de Gobierno, conceptos irreproducibles por la prensa respetuosa de la opinión pública, a no ser que estuviese dirigida a aumentar el caudal del descrédito, porque es preciso subrayar, una vez más, que la dignidad de las naciones depende de la dignidad de los gobernantes.
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