Gustavo Portocarrero Valda
- Parte I -
Recuerdo perfectamente que en 1991, la Organización de las Naciones Unidas imprimió un afiche informando que una comisión de especialistas estaba redactando una norma constitutiva que regule -en plano mundial- las relaciones, tanto de los seres humanos como de los gobiernos, con el ambiente físico terrestre. Se anunciaba que ya estaba en elaboración un proyecto denominado: Constitución de la Tierra, cuyo contenido se iba a propagar por todas partes, para conocimiento de los habitantes del planeta y su toma de conciencia y acción.
Aquella idea me despertó extremadamente el entusiasmo. Me vino a la mente que ya era hora que una entidad tan seria y respetable como la ONU tome las cosas en sus manos y fije normas de cumplimiento para la humanidad, ante la visible crisis y problemas que exhibía el medio ambiente. Estos últimos ya se los veía agravar aquel año, tanto cuantitativa como cualitativamente.
La iniciativa de tal medida correspondió, en 1987, a la Comisión Mundial para el Ambiente y Desarrollo de aquella organización que no cesaba de hablar de desarrollo sostenible, -concepto hoy caduco con elegancias decorativas-. Diez años después se formó una Comisión para supervisar el proyecto, estableciéndose la Secretaría en Costa Rica, bajo el nombre de: Consejo de la Tierra. La versión final sobre la materia fue aprobada, en la ciudad de París, Francia, en marzo de 2000, dentro de las oficinas de UNESCO. Que quede claro que la anterior aprobación se refería a su texto, sin constituir todavía una norma de cumplimiento obligatorio para la comunidad mundial.
Los aspectos de mayor importancia sobre su contenido fueron la ciencia, el Derecho Internacional, principios de sabiduría filosófica y religiosa, declaraciones sobre conferencias de la ONU más otros aspectos menores. En lo ecológico se toca la conservación de la naturaleza, valor intrínseco de todos los seres vivos, deterioro de los sistemas naturales, y sus 24 artículos engloban ideas generales sobre planificación económica, diversidad biológica, evitar acciones militares dañinas al planeta, etc., etc.
Desde aquella aprobación intelectual del Proyecto -se aclara que la UNESCO es sólo un organismo especializado a favor de la educación y la cultura- nunca fue puesto aquel material para su consideración por la Asamblea General de las Naciones Unidas, cuya sede es Nueva York (y no París). Era de suponer -conforme a las normas del Derecho Internacional- que un texto de semejante magnitud merecía convertirse en ley de valor supra nacional terrestre de cumplimiento obligatorio. Para aquel propósito hubiera sido innegablemente preciso -además de la aprobación por aquella Asamblea- un conjunto de procedimientos que generan las subsiguientes ratificaciones locales, país por país.
Los antecedentes que se acaba de brindar muestran que la denominada “Carta de la Tierra” -denominación que, siguiendo obsecuencias anglo sajonas, sustituyó a la palabra especializada “constitución”- han convertido al referido instrumento en un conjunto de declaraciones de contexto moralista, y aun romántico.
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