[Luis S. Crespo]

El Día Histórico - 29 de febrero de 1816

Padilla, condenado a muerte, es salvado por su esposa

Parte I

En la aldea de Pomabamba, hoy Villa Azurduy, los realistas tomaron preso y sentenciaron a sufrir la pena de muerte al guerrillero patriota Manuel Ascencio Padilla, y en momentos en que iba a ser ejecutado, apareció su esposa, doña Juana Azurduy, y con valor extraordinario lo libró de la muerte.

¿Quién fue Manuel Ascencio Padilla?

Uno de los guerrilleros más notables de la guerra de la independencia, que salieron de lo vulgar y que figuraron resplandecientes en el cielo de la gloria, fue sin duda alguna el esforzado patriota don Manuel Ascencio Padilla.

Nació este egregio varón en la hacienda Chiripina, de la provincia Chayanta, el 28 de septiembre de l774. Su primera juventud la pasó al lado de sus padres, que fueron Melchor Padilla y Eugenia Gallardo.

En los viajes frecuentes que hizo a Chuquisaca el joven Padilla contrajo relaciones con Moreno, Monteagudo, Lemoine, Arenales y otros patriotas, quienes lo iniciaron en las nuevas ideas, despertando en su alma el fuego del patriotismo.

Con Castelli estuvo en Guaqui, con Belgrano en Tucumán, Salta, Vilcapujio y Ayohuma. Su vida no fue sino un continuo combate.

En Chuquisaca se casó con una encantadora niña, Juana Azurduy, la que tomo gran afición a la vida guerrera, siendo la inseparable compañera del esposo en los campos de batalla.

Padilla en nuestra historia es una figura muy semejante a la de aquel Viriato, que hacia temblar las legiones romanas luchando por la patria. En España hubiera competido con Mina y en México con Morelos.

Padilla cae prisionero de los españoles

En febrero de 1816, acompañado de don José Ignacio Zárate, otro de los guerrilleros notables de la independencia, se propuso librar al vecindario de Tapala de los abusos que cometía el corregidor Carvallo en nombre del subdelegado Manuel Sánchez de Velasco.

Para el efecto se dirigió al aposento donde dormía Sánchez de Velasco, lo tomó preso y se apoderó de todas las armas que tenía en su poder. Armó con ellas a sus partidarios, y de Tapala pasó a Pomabamba, donde también se apoderó de la persona del alcalde Loaiza y de todos los elementos de guerra que éste guardaba para combatir a los patriotas. Como la jornada de Tapala hasta Pomabamba había sido larga y fatigosa, Padilla, Zárate y los que los acompañaban se entregaron al descanso sin tomar las precauciones necesarias para su seguridad, ni pensar en sus enemigos a los que creían anonadados. Mas el corregidor Carvallo, que sin ser sentido por los patriotas los había seguido desde Tapala, con 25 hombres, cayó sobre ellos y los cogió dormidos, sin darles tiempo para defenderse. No obstante Padilla y Zarate, repuestos de la sorpresa, intentaron la lucha, que resulto infructuosa, por haber sido abandonados por sus soldados.

“Padilla fue echado en tierra con mucha dificultad, porque para ello fue preciso manearlo; luego que lo aseguraron perfectamente, lo vejaron y ultrajaron de modo cruel después de apalearlo y bofetearlo a su sabor”. Otro tanto hicieron con Zarate.

Un muerto que resucita

Un Consejo de Guerra, formado por Sánchez de Velasco, Carvallo, Loaiza y Carré sentenció a Padilla a sufrir la pena de muerte. Colocado el reo en el patíbulo, Sánchez de Velasco pidió que se aplazase la ejecución hasta que viniese un sacerdote a prestarle los auxilios de la religión. Carvallo y los otros, contrariados por la indicación, y sin oír los razonamientos del subdelegado, hicieron fuego sobre Padilla, pero con tan mala puntería, por el estado de beodez en que se encontraban, que ni una bala tocó al reo.

Loaiza, como queriendo dar al ajusticiado el tiro de gracia, le asestó en el ojo un tremendo puñetazo, dejándolo por muerto. “El bravo Zárate contemplaba esta escena tendido en tierra, sus enemigos le remachaban los grillos. Ya en su corazón había elevado un plegaria por el eterno descanso de su camarada…”.

Padilla que había extendido sus brazos, haciéndose el muerto, notó que en la pretina del pantalón llevaba la daga arrebatada a Loaiza. Al tocar su empuñadura, su corazón se dilató, brillaron sus ojos, desenvainó la daga, corto las ligaduras que lo sujetaban al patíbulo y brincando como un tigre enfurecido, hirió con cinco puñaladas a Loaiza. Aterrado éste, y creyendo que el muerto había resucitado, salió de la casa, dando alaridos de espanto y no paró hasta refugiarse en el templo.

EL DIARIO, 29 de febrero de 1928.

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