El primer tren

De ADELA ZAMUDIO (cuento)

Oíd, oíd, ahí vie­ne el gran ca­ba­llo, di­jo de pron­to el de­ca­no de la tro­pa, un mu­lo en­ve­je­ci­do en la fa­ti­ga de los tor­tuo­sos des­fi­la­de­ros an­di­nos.

Mu­los y mu­las, ca­ba­llos y bo­rri­cos dis­per­sos en el pra­do, de­ja­ron de pa­cer, y, al­ta fren­te, orien­ta­ron las ore­jas ha­cia el le­ja­no co­lo­sal re­lin­cho que les anun­cia­ba la apa­ri­ción del mons­truo.

–Ahí vie­ne el gran ca­ba­llo, re­pi­tió el vie­jo; vie­ne a ga­lo­pe ten­di­do; oíd su ja­deo ar­do­ro­so, pre­ci­pi­ta­do, el ru­mor re­tum­ban­te de sus cas­cos, se re­fre­nan de pron­to; da unos cuan­tos re­so­pli­dos; lan­za un re­lin­cho es­tri­den­te, es­tor­nu­da, ba­bea, tas­ca el fre­no y se de­tie­ne... ¿Le ha­béis vis­to?

–Lo he vis­to des­de le­jos; le he vis­to apa­re­cer al­ter­na­ti­va­men­te, ve­loz co­mo el re­lám­pa­go en­tre los cla­ros del bos­que, di­jo un po­tri­llo en­tu­sias­ma­do. Lle­va un pe­na­cho de hu­mo en la ca­be­za, ¿qué es eso?

–Es su alien­to; su alien­to de ti­tán. Ha be­bi­do mu­cha agua, mu­cha, y el fue­go que lle­va­ba en las en­tra­ñas con­vier­te el agua en va­por, alien­to po­de­ro­so que le im­pul­sa, sin el cual no arras­tra­ría cen­te­na­res de pa­sa­je­ros y cen­te­na­res de to­ne­la­das de car­ga.

Un bo­ni­to ca­ba­llo de ra­za an­da­lu­za, aci­ca­la­do a la an­ti­gua con la co­la y las cri­nes muy cre­ci­das y el tron­co re­don­do y re­lu­cien­te, to­mó la pa­la­bra y en ati­pla­do re­lin­cho in­cre­pó al vie­jo mu­lo y a sus oyen­tes.

–Ad­mi­rad, ne­cios, ad­mi­rad al ex­tran­je­ro, di­jo. Al in­tru­so que vie­ne a usur­par nues­tro pues­to y con él la par­te que nos to­ca en la obra ci­vi­li­za­do­ra del hom­bre.

Ala­bad al aven­tu­re­ro que vie­ne a re­du­ci­ros a la inac­ción y la nu­li­dad. Ese inven­to fa­tal mo­vien­do rue­das, su­pri­me nues­tro es­fuer­zo en maes­tran­zas y fá­bri­cas. ¡Cie­gos! No veis que si ade­más con­du­ce al pa­sean­te y al via­je­ro, si lle­va car­ga; si con su ce­le­ri­dad in­com­pa­ra­ble acor­ta las dis­tan­cias, si reem­pla­za con to­da ven­ta­ja a to­da acé­mi­la, a to­do ve­hí­cu­lo, ¿no nos que­da qué ha­cer? Ex­pul­sa­dos por inú­ti­les, hui­re­mos a re­fu­giar­nos en los bos­ques. Nues­tra glo­ria en los com­ba­tes, nues­tra fa­ma en los tor­neos, nues­tra hon­ra de co­la­bo­ra­do­res en las gran­des em­pre­sas hu­ma­nas, se­rá bien pron­to ol­vi­da­da y de­ge­ne­ra­dos, sal­va­jes, no de­ja­re­mos de nues­tra ra­za más ves­ti­gios que la ce­bra y el ona­gro de los de­sier­tos.

El vie­jo mu­lo al­zó los ojos en­tris­te­ci­dos por los años y el tra­ba­jo, pa­ra mi­rar un ins­tan­te con fi­je­za al elo­cuen­te ora­dor.

–Así ha­blas tú, le di­jo, por­que to­das las tor­men­tas te sor­pren­die­ron ba­jo el te­cho del pe­se­bre; por­que to­dos los in­vier­nos te en­con­tra­ron abri­ga­do por con­for­ta­ble cu­bier­ta de la­na; por­que el ham­bre de los años de­sas­tro­sos, te ha­lló siem­pre pro­vis­to del mo­rral lle­no de gra­no sa­bro­so y nu­tri­ti­vo, ex­pre­sa­men­te con­ser­va­do pa­ra ti; por­que los pa­seos de tu amo, tan re­ga­lón co­mo tú, se li­mi­ta­ban a ejer­ci­cios hi­gié­ni­cos, y cuan­do eran in­te­rrum­pi­dos por al­gu­na cau­sa, a fin de que no re­ven­ta­ras de gor­do... Nun­ca tus miem­bros se do­ble­ga­ron ba­jo el pe­so de la car­ga, nun­ca bre­gas­te co­lo­sa­les fur­go­nes en el in­cen­dio del me­dio­día, so­bre la are­na abra­sa­da de las ca­rre­tas.

No co­no­ces el tor­men­to de la sed ni las an­sias del can­san­cio su­pre­mo, ni las ago­nías de la as­fi­xia que aho­ga en san­gre las fau­ces en el pro­lon­ga­do as­cen­so de la mon­ta­ña. No has pi­sa­do, tur­ba­do y va­ci­lan­te los bor­des del pre­ci­pi­cio; no has pa­sa­do las no­ches a la in­tem­pe­rie, allá en las cum­bres, sa­cu­di­do por tor­be­lli­nos de nie­ve y te­rri­bles des­car­gas eléc­tri­cas. Aba­jo en las que­bra­das, no has tem­bla­do ba­jo el lá­ti­go bru­tal que te arran­ca a gol­pes del ato­lla­de­ro... en la jor­na­da in­ter­mi­na­ble, ago­ta­do por fin y re­suel­to a no dar un pa­so más, tus mús­cu­los en­fla­que­ci­dos no fue­ron ma­ce­ra­dos a pe­dra­das ni tus ojos ce­rra­dos al ex­tran­je­ro, y, no­so­tros en cam­bio, acé­mi­las hu­mil­des, le ben­de­ci­mos. Sa­be­mos bien que su pre­sen­cia no nos pri­va­rá de tra­ba­jo hon­ro­so y so­por­ta­ble.

–Y tú, no­ble y va­lien­te com­pa­ñe­ro del hom­bre– aña­dió mi­ran­do a un gru­po de ca­ba­llos de tro­pa que se ha­lla­ban pre­sen­tes– sa­bes tam­bién que ten­drás siem­pre a su la­do tu pues­to en el cam­po del ho­nor.

Y los fuer­tes ca­ba­llos de ba­ta­lla, de co­la re­cor­ta­da y re­cia he­rra­du­ra, cua­drán­do­se con arro­gan­cia, en­ca­be­za­ron la sal­va de re­lin­chos.

–Salud al gran caballo. Paso al Libertador de oprimidos y de mártires. Paso al tren.

 
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