Le pregunté a mi amigo psicólogo y docente universitario que me pinte una supuesta escena de un linchamiento desde la perspectiva ajusticiador – víctima; torero – toro; dominador – dominado y me relató una escena de Dante Alighieri.
Mientras me narraba la supuesta ejecución, se me erizaban los cabellos. El ejecutor seguía las instrucciones de la masa, cada acto, cada paso era una invitación al desborde, el golpe, la patada, el hilillo que corre por el rostro de la víctima no le satisfacen, quiere más, quiere escuchar lamentos, se solaza con el quejido, no escucha las palabras de clemencia.
El ejecutado clama, mide sus posibilidades, sabe que no puede hacer nada frente a la turba, cualquier movimiento de defensa irá en su contra porque es azuzar a la multitud, por eso prefiere adoptar la actitud del animal, se acurruca, pide piedad, se entrega a sus captores y clama por el único bien que tiene en ese momento: su vida.
En ese cuadro aparece uno con voz de mando, el que incita, el que da las órdenes taxativas, el que decide poner fin al martirio o quizás hacer más cruento el sacrificio: “lo quemamos vivo”, dice y acto seguido empieza el preparativo, alguien corre prestamente a buscar la gasolina u otro líquido comburente, otros toman al que va a ser ejecutado y eligen el lugar de suplicio, el resto aviva el ambiente con su griterío, otros miran, tal vez no quieren perder un detalle de la macabra escena.
Momentos más tarde los restos del cuerpo humano van perdiendo su forma, toman otro color, despiden un raro olor. Se cavaron los quejidos, se saciaron los espíritus de venganza y cada cual retorna a su domicilio con el recuerdo, con la imagen grabada en el cerebro; algunos de ellos conciliarán el sueño esa noche, otros no.
Le pedí que no siga con el relato, porque el mismo superó mi nivel de conciencia y apareció el sentimiento, el mismo que afloró cuando hace muchos años, mi padre decidió ejecutar a mi perro para evitarle un sufrimiento. Aquel día sentí que algo que vivía en mi interior se desgarraba. Si ese sentimiento por un animal me provocaba tal dolor, ¿cuánto más no me provocaría un acto como el que me narró el psicólogo?
Entiendo que el linchamiento es una respuesta del desesperado que clama justicia y no se la dan, del que se cansó de la inequidad, de la falta de atención a sus clamores. Pero ésta es sólo una parte del problema, es el tañido de la campana, falta el dong, la otra parte, el otro ser, que por diversas razones de la vida se ha visto obligado a delinquir para vivir y que, de pronto nunca ha recibido una atención humana. (Ernesto Murillo)
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