Nos habían anunciado la accesibilidad de la información, la eliminación de los secretos y la disolución de las estructuras de poder. Parecía inevitable avanzar en la democratización de la sociedad. Los resultados no parecen estar a la altura de lo anunciado y ya se formulan las primeras teorías de dicha desilusión.
Marx creyó que el ferrocarril disolvería el sistema de castas en la India; el telégrafo fue anunciado como el final definitivo de los prejuicios y las hostilidades entre las naciones; algunos celebraron el avión como un medio de transporte que suprimiría, además de las distancias, también las guerras; sueños similares acompañaron al nacimiento de la radio o la televisión. Ahora contemplamos estas suposiciones con ironía y desdén, pero en su momento parecían una promesa verosímil.
Las tecnologías a las que debemos el actual despliegue de las redes sociales no han sido ajenas a tal fenómeno. Pasadas las expectativas exageradas, estamos en condiciones de desenredar esa ilusión y preguntarnos si realmente Internet ha aumentado la esfera pública, hasta qué punto ha hecho posible nuevas formas de participación y ampliado el poder de la gente frente al de las elites.
Parte de nuestra perplejidad se debe a no haber entendido que cualquier innovación técnica se lleva a cabo en un contexto social y tiene unos efectos que varían en función del contexto en que se despliegan. Una tecnología tan sofisticada como Internet produce idénticos resultados en países diversos.
Se pensaba que las redes globales constituyen un movimiento contrario a la concentración de poder, que desequilibra la autoridad de las elites y tiende a anular las asimetrías establecidas. Pero Internet no elimina las relaciones de poder sino que las transforma. En la Red sigue habiendo asimetrías; es una ingenuidad pensar que Internet favorece siempre y necesariamente al oprimido frente al opresor. La persistencia de relaciones de poder en la red reside en su propia arquitectura. Su naturaleza conectiva determina el contenido que los ciudadanos ven, en virtud de lo cual no todas las elecciones son iguales. Esto no es debido a normas o leyes sino a las decisiones que están en el diseño de Internet y que determinan lo que les está permitido o no a los usuarios. Existe una jerarquía estructural debida a los hyperlinks, una jerarquía económica de las grandes corporaciones como Google o Microsoft y una jerarquía social porque un cierto tipo de profesionales está sobre representado en la opinión online.
El actual imperialismo cultural no es una cuestión de contenido sino de protocolos. La influencia que se ejerce sobre los usuarios no está en el contenido sino en el marco. Es en este nivel en el que se estructura nuestros modos de buscar y encontrar, de explorar y comprar; se trata de una influencia que condiciona nuestros hábitos y que, en esa misma medida, puede ser considerada como expresión de una ideología. El valor supremo de esta ideología es la “libre expresión” y guarda un sospechoso parecido con los valores de la desregulación, la libertad de circulación o la transparencia entendidos de manera neoliberal. Y por eso mismo, esos valores son difícilmente asumibles en otras culturas, pero también en países democráticos que, como Francia y Alemania, tratan de impedir el acceso, por ejemplo, a páginas antisemitas.
El ejemplo de las revueltas árabes pone de manifiesto que derribar no es construir; ganar unas elecciones no es lo mismo que gobernar, del mismo modo que comunicar bien tampoco equivale a tomar las decisiones oportunas.
El hecho de que la Red esté destruyendo barreras, debilitando el poder de las instituciones y los intermediarios, no debería llevarnos a olvidar que el buen funcionamiento de las instituciones es fundamental para la preservación de las libertades. Esta es la razón de que Internet pueda facilitar la destrucción de regímenes autoritarios pero no sea tan eficaz a la hora de consolidar la democracia. El acceso a los instrumentos de democratización no equivale a la democratización de una sociedad. El hecho de que Internet se base en la facilidad y en la confianza constituye también su vulnerabilidad; facilita la resistencia, la crítica y la movilización, pero nos expone de una manera inédita a nuevos riesgos.
La deriva de la economía o la difusión de contravalores forman parte también de esa cara de la Red que algunos llaman oscura. Ahora bien, ¿cuándo hemos tenido los seres humanos un instrumento cuyas capacidades de emancipación no incluyeran posibilidades de autodestrucción? Gobernar significa precisamente fomentar aquellas capacidades y dificultar o prevenir estas posibilidades.
El autor es Catedrático de Filosofía.
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