Salud
Teodoro Martínez Arán
Al evaluar los procesos clínicos, con demasiada frecuencia se priorizan los indicadores de proceso frente a los de resultado. Número de pacientes por consulta, tiempos medios de demora, número de intervenciones por día,… Pero ¿qué hay de los indicadores de salud y bienestar de los pacientes? ¿Cuántas estadísticas se detienen a comparar el número de diabéticos sin complicaciones, o el porcentaje de mujeres que amamantan a sus hijos a los seis meses, como medida de la efectividad de su atención? ¿Qué parámetros se utiliza para hacer la comparación entre centros y elaborar sus rankings clínicos? ¿Son los adecuados?
La visión de proceso tiene el defecto de enfocar nuestra atención excesivamente en las etapas asistenciales de la salud, en detrimento de los aspectos preventivos y de promoción de hábitos, así como de la rehabilitación tras la enfermedad. Convierte a los hospitales en meros gestores de listas de espera quirúrgicas o de consultas, sin pararse a evaluar la pertinencia de las indicaciones o las consecuencias en salud de las intervenciones practicadas.
Además, pensar en el camino en lugar de en el destino tiene un efecto perverso sobre el funcionamiento general del sistema. Dado que los centros son evaluados en una proporción desmesurada por su gestión de listas de espera, los esfuerzos de la gestión se centran en optimizar el flujo de pacientes a través del sistema, en lugar de plantearse si esos pacientes deben circular o no por dicho camino.
Las guías de práctica clínica basadas en la evidencia son ignoradas con negligencia, no se monitoriza la calidad de la actuación profesional a los mejores conocimientos científicos disponibles en cada momento, y la ciencia médica se transforma exclusivamente en un “arte” no siempre digerible, muy cercana a la mera charlatanería.
No es admisible la perversión de la faceta humanista de la medicina; debemos revelarnos sin matices contra quienes la usan como coartada para justificar la mala praxis científica. La laxitud en este aspecto permite que los parásitos de la salud -léase homeopatía y otras pseudociencias varias- utilicen los resquicios dejados para infectar nuestra noble ciencia, debilitando su estructura y drenando sus preciosos recursos.
Contra este riesgo, no cabe duda de que sólo existe un arma: la formación continuada. Un sistema sanitario que se precie debe asegurarse de que la permanente actualización de los conocimientos de sus profesionales sea una seña de identidad, un deber irrenunciable y una obligación inexcusable. Convencidos de ello, son muchos los sistemas de salud que han desarrollado mecanismos de formación postgraduada para educar a sus nuevos especialistas sanitarios. Sin embargo, en la mayoría de los casos, el proceso formativo se queda aquí y no apuesta por mantener o incrementar el grado de excelencia clínica obtenido por los jóvenes especialistas a lo largo de toda su vida profesional.
Nada ni nadie, salvo la propia ética profesional, obligan a los sanitarios a la formación continuada en las imparables novedades de la práctica clínica. Y nada ni nadie, por tanto, aseguran que dicha práctica se adapte a los conocimientos más novedosos sobre la efectividad y eficiencia de determinadas prácticas clínicas. Reseñables excepciones a esta tendencia son los sistemas de reacreditación profesional continua, como el del NICE británico o el propuesto por el International Board of Lactation Consultant Education (IBLCE).
Los conocimientos que se obtiene en las facultades en la juventud difícilmente bastarán para absorber las más de cuatro décadas de avances científicos y tecnológicos que un profesional sanitario atraviesa hasta su jubilación. Sin un plan de formación continua de calidad de los profesionales, no habrá jamás reforma sanitaria que pueda llevar a sistema de salud alguno a la calidad total, amén de los riesgos asociados a la perpetuación de prácticas obsoletas o negligentes. El dinero invertido en formación revierte en calidad asistencial, satisfacción y accesibilidad; en definitiva, nos acerca a la excelencia profesional. Y eso es lo mínimo que merecen nuestros pacientes.
El autor es médico.
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