En la historia de los últimos sesenta años, la migración campesina a las ciudades y otros centros poblados se ha hecho costumbre, especialmente por cambios que se han producido en el Gobierno. Originalmente, cuando se firmó el decreto de Reforma Agraria el 2 de agosto de 1953, se creyó que “sería el medio ideal para retener a los hombres de campo en sus predios y comunidades”. La verdad es que todo fue contraproducente porque esa ley, muy buena en sus concepciones y con amplio margen para cooperar con la gente de campo y reconocerles finalmente sus derechos, en la práctica de nada sirvió porque ni el Gobierno que la promulgó ni los siguientes cumplieron con sus regulaciones.
Los habitantes de las áreas rurales, especialmente en la región occidental del país, al sentirse más constreñidos en su economía y sin posibilidad alguna de mejorar su producción, sus ventas e incursiones a los mercados, y ante la imposibilidad de recurrir al crédito para invertir capital en herramientas y tecnología para sus chacras -porque la ley lo prohibía- decidió emigrar a las áreas urbanas. En principio, lo hizo el jefe de familia y luego la esposa e hijos.
Estas migraciones determinaron que se levanten “cordones de pobreza” en las ciudades -porque había que acomodar como sea la familia, según el criterio campesino- y pueblos aledaños a su abandonada residencia. El migrante, ya con visos de instalarse o asentarse en su nueva residencia, comprobó que, en general, mejor se estaba en la propiedad abandonada que en sitios donde no se ofrecía cobijo y, lo más grave, no había posibilidad de trabajar para alcanzar mejores condiciones de vida.
En enero de 2006, con el gobierno del MAS, y especialmente las gentes de occidente, decidieron trasladarse a los centros urbanos, con la certeza de “encontrar empleo y asegurar medios de subsistencia a su familia”. Otro gran equívoco porque se repitieron los mismos yerros que en el pasado con gobiernos que también se auto-tildaban como “regímenes revolucionarios” que nada cambiaron las estructuras sociales del campesinado y obraron contrariamente al no cumplir con la Reforma Agraria ni crear condiciones para que el campesinado vuelva a sus tierras (las que les pertenecía anteriormente o estaban recientemente adjudicadas por Reforma Agraria) porque, como siempre, surgieron las “promesas partidarias” sobre cambios y mejoras en la vida de toda la comunidad boliviana, especialmente del agro.
Así, de decepción y frustración siempre repetidas, la mayor parte del campesinado que se trasladó a las ciudades vive en malas condiciones; por supuesto, muchos han alcanzado -especialmente por presión partidista- situaciones que les permitió cambiar y, adquirir propiedades, tener empleo seguro, dedicar capital y tiempo al contrabando, etc., etc. pero acrecentando, “como sea”, sus ingresos. De estos grupos nació una “clase mayor” que, a su vez delegó a muchos campesinos a condiciones mayores de pobreza.
Hoy ¿qué le espera al campesino que espera educación, vivienda, buena atención de su salud, empleo y mejores condiciones de vida? Recibe promesas y está en espera de lo que los “dirigentes cumplan” o que el Gobierno realice los cambios prometidos para terminar con los estados alarmantes de pobreza. Revelar o comentar estos extremos no es del agrado ni de políticos ni de dirigentes de entidades sociales; será preciso, pues, que el Gobierno se preocupe por atender al campesinado con la mayor premura; de otro modo, convenir en que pueden estallar situaciones de mucha angustia o se den condiciones para hechos de violencia en las áreas rurales.
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