Juan Diego García
Parte I
La oposición popular a determinados proyectos empresariales que se produce hoy en Latinoamérica y el Caribe tiene sus orígenes en su impacto negativo en la vida de las comunidades directamente afectadas y en los efectos negativos que tienen sobre la sociedad en general. En muchas ocasiones se podría pensar que se trata de una oposición de las formas tradicionales al avance de la modernidad (como suele ocurrir en un proceso de desarrollo) sobre todo cuando la manera como se legitima la protesta remite a elementos míticos y se hace uso de un lenguaje cargado de romanticismo, o cuando las justificaciones enfatizan sobre perjuicios particulares que, al menos en apariencia, resultan menores frente a los beneficios supuestos de las obras a emprender.
Casi ningún país del área escapa a este tipo de conflictos. Desde México hasta Chile y Argentina, afectando a todos los gobiernos con independencia de su tendencia conservadora o progresista. Los lugares afectados comprenden desde grandes ciudades hasta apartados rincones de las zonas rurales y registran la movilización de comunidades indígenas y negras, campesinos y colonos y gentes de la más variada extracción social.
Se trata de grandes proyectos mineros para la extracción de oro, plata, níquel, carbón, coltan, litio, minerales estratégicos y similares, en particular mediante la llamada minería “a cielo abierto”; se producen conflictos igualmente en torno a la extracción de petróleo y gas natural, la explotación de bosques y fuentes de agua, el aprovechamiento de la biodiversidad y, por supuesto, en torno a las enormes haciendas dedicadas a la producción de alimentos y aceites destinados a la obtención de carburantes que acaparan tierras y desplazan poblaciones enteras.
En defensa de estos proyectos se aduce con frecuencia el ejemplo de Noruega y la exitosa explotación de sus yacimientos de petróleo, olvidando que cuando este país escandinavo lo encontró en su territorio ya era un país desarrollado y una democracia madura y estable, dos condiciones que están muy lejos de satisfacer las naciones latinoamericanas y que resultan definitivas para dar fuerza a los argumentos a favor del “extractivismo” como recurso para el progreso.
Es un hecho que esta región cuenta con grandes recursos de todo tipo y es cierto también que de forma coyuntural el precio de las materias primas ha alcanzado niveles muy elevados que sería necesario aprovechar. Así ha sido en años recientes permitiendo a muchos gobernantes presentar balances muy alentadores de crecimiento (aunque no de desarrollo) y aliviar los efectos más perniciosos de la crisis mundial; mientras a gobernantes progresistas les ha hecho posible dedicar muchos recursos al combate de la pobreza, a la disminución de las desigualdades y a una cierta recuperación del Estado y del tejido económico propio que el neoliberalismo de las últimas décadas redujo a su mínima expresión.
Pero no es menos cierto que los elevados precios de las materias primas son tan sólo un producto de la coyuntura y que la actual crisis amenaza con una recesión mundial que traería como consecuencia la disminución drástica de la demanda y la consiguiente caída en picado de las exportaciones. Volver esas exportaciones hacia el mercado interno sólo es viable si existe un tejido económico de suficiente entidad que las pueda demandar como sucede parcialmente en Brasil y claramente en China, y tan sólo en una medida modesta sucedería en países que en los últimos años han hecho un esfuerzo para fomentar su propia industria, como Argentina o Venezuela.
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