Martín Santiváñez Vivanco
Al evocar el episodio histórico de las Cortes de Cádiz, lo primero que llama la atención es el poderoso vínculo que mantuvo unido al Imperio hispánico, el principio monárquico que por tres siglos engarzó pueblos distintos en torno a la Corona. En segundo lugar, resalta la férrea voluntad de mantener ese nexo de poder por parte de los diputados peninsulares y americanos. Los unos, debido a la tradición y a la importancia de los recursos de América para la guerra de independencia. Los otros, en virtud a la renovación del pacto filial en torno a la figura de Fernando VII.
Los diputados americanos eran conscientes del enorme peligro al que se enfrentaba el Imperio bajo el modelo centralista Borbón. Sin embargo, el voluntarismo ideológico, que tantas veces nos ha costado caro, se manifestó en un remedio radical, alejado de la realidad americana. La imposición de una unidad artificial (“una sola nación”) minimizaba las particularidades de las provincias ultramarinas, cuyos representantes acudieron a Cádiz con la pretensión de restaurar lo que consideraban “el sano federalismo de los Habsburgo” factor esencial para la consolidación del orbe indiano.
Cádiz puso en evidencia la disparidad de percepciones, el divorcio analítico y, finalmente, la innecesaria obcecación que impidió materializar un proyecto realista, un posibilismo bipolar, capaz de mantener al Imperio unido en torno al prestigio de la monarquía. Hizo falta más diálogo, mayor generosidad.
Este drama voluntarista nació de un defecto intelectual: creer que todos los males del Imperio eran consecuencia inmediata del Antiguo Régimen. ¿Cuántas veces, a partir de entonces, los iberoamericanos nos hemos entregado a la utopía de la refundación legal? Las reformas peculiares que reclamaban los diputados americanos eran, para algunos dogmáticos, motivo de repulsa y desconfianza. Desconfianza no sólo en la paternidad “benévola” del centralismo borbónico; también en la pureza de la idea liberal capaz de establecer, mediante las reformas, la convivencia pacífica, el retorno de la grandeza perdida en Bayona.
Mientras los americanos suplentes, tildados de traidores y atrasados, muchas veces encarnaron en esa hora trágica para España el sentido común, la visión a largo plazo y el más caro realismo hispánico, el radicalismo de un sector liberal optó por sumergirse en la utopía homogeneizadora, ese sueño de opio que a todos nos perdió.
Así, mientras los americanos apelaban con urgencia a reformas particulares para mantener aquello que el presidente de las Cortes, el peruano Vicente Morales Duárez llamó “la gran patria nuestra”, los innovadores de la península se inclinaron por el aplazamiento y la distensión. ¿Se trataba de un desencuentro inevitable? A pesar de que América y España compartían el principio de libertad y la fidelidad a Fernando VII la discrepancia radicaba en el concepto de nación doceañista.
Los españoles de las Cortes de Cádiz rechazaron de plano los proyectos que se atribuye al Conde de Aranda y a Manuel Godoy, inclinándose por mantener una ficción unitaria políticamente insostenible. ¡Cúanto mejor era buscar una alianza con los “organismos nacionales” que se dibujaban en América, salvándose el imperio bajo el modelo de una confederación de pueblos unidos bajo el cetro monárquico, ¡el Golden link de la legitimidad!
El peruano Víctor Andrés Belaúnde (varios libros esenciales, una calle madrileña y una carta agradecida de Castiella testimonian su acendrado hispanismo) acertó cuando dijo que “ninguno de los liberales españoles, ni los de la escuela inglesa, como Jovellanos, ni los de la escuela francesa, como Quintana y Arguelles, vieron el problema con este criterio. Eran, en el fondo, hegemonistas, imperialistas y unitarios”. La mesa estaba servida para Bolívar y compañía.
Es mucho lo que podemos aprender de este episodio de nuestra historia. Centralizar el proyecto iberoamericano en un solo país (España o cualquier otra potencia) sólo conduce al fracaso. Pretender que, más allá de los principios, la misma estrategia política es aplicable a todo el continente, no tiene asidero real. Multiplicar las declaraciones de fraternidad homogénea ignorando las diferencias forjadas a lo largo de quinientos años, ralentiza la integración. Proclamar la igualdad absoluta mientras se mantiene una política exclusiva y excluyente en el ámbito de la inmigración latina, provoca resentimientos y demagogia electoral (en todo caso, silent leges inter fratres).
Cádiz es un libro abierto que los iberoamericanos hemos de leer cuidadosamente, si aspiramos a consolidar una comunidad política viable. Porque, a pesar de todo, esa patria común con la que soñaron los españoles y americanos de 1812, nunca ha dejado de existir. Al margen de la economía y la política, el vínculo trascendente que nos une se mantiene y hoy, más fuerte que nunca, Iberoamérica es una realidad.
El autor es investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra.
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