Georgette Canedo de Camacho
La religión es, de algún modo, magia; y la magia religiosa es fe, es humildad. No pertenecemos a una religión, simplemente, para asistir al culto. Es entrega total: vivir para que los demás puedan ser felices. En las religiones más antiguas que el Cristianismo (y aquí no hablamos de idolatría ni paganismo), todos los asistentes participan de la liturgia de manera absolutamente comprometida. Se trataba, a mi modo de ver, de espantar a los demonios que intentan soliviantar toda convivencia humana.
Esa búsqueda, este eterno conflicto entre el Bien y el Mal, solamente puede ser resuelto mediante el apaciguamiento espiritual, nacido en el sentimiento de religiosidad a lo largo de nuestras existencias. Más bien, entre los cristianos, con una profunda devoción asistimos a nuestros ritos, reviviendo en cada uno de ellos la pasión de Jesucristo, que vino al mundo a redimirnos con la filosofía del amor: el valor supremo con el que cuenta cada ser humano, en las inacabables generaciones que nos han precedido…
Pero… ¿cómo se inculca o cultiva el amor, este sentimiento que da dicha, encanto y contento a nuestro ser? ¿Es algo que debería enseñarse, ejercitar o aprender como una materia más en los diferentes programas de formación académica? ¿O es un don que nos acompaña desde que nacemos? Pero para amar así, de esa manera, no se necesitan ni maestrías, ni doctorados. Es, ante todo, renovar el amor al prójimo en su sentido más humano, más genuino y más puro.
Pienso que en la cultura occidental se produjo un profundo cambio con la prédica de Jesús de Nazaret. Predica basada en el amor al prójimo, a los pobres, a los enfermos, a los sufridos, a los humildes. Esta era, decía, su misión. Han pasado más de dos mil años de existencia de esa predica y ella está más vigente que nunca. Muy por encima de las doctrinas del odio y la venganza. Amemos a los demás, dice, compadezcámonos de su miseria, de su abandono o su soledad.
Estoy convencida que este sentimiento fue el impulso que llevo a Tito Yupanqui a la ejecución de esa obra maravillosamente mágica: esculpir la figura de la madre de Cristo en maguey, confiriéndole tantas virtudes que hacen que su culto y veneración se acrecienten cada vez con mayor impulso y devoción entre sus fieles.
Fueron las manos, el corazón y la mente que trabajaron conjuntamente en ese empeño. Pero la fuerza creadora vino desde lo más íntimo y profundo de este espíritu indígena: devoción, fe y admiración por una madre que tuvo que presenciar lo más terrible que una madre pueda hacerlo: la tortura, la humillación y las más crueles burlas que fueron lanzadas hacia su más preciado tesoro. Ese hijo que, con su sacrificio, creara una religión sustentada en el renunciamiento de las riquezas terrenales, de todo el poder que le aconsejaban acumular para, en cambio, incrementar copiosamente los tesoros espirituales.
También Tito Yupanqui sufrió burlas y humillaciones. Pero también Tito Yupanqui observaba el poder y su cúmulo de injusticias y atropellos sinónimos de decadencia y falta de fe, esperanza y caridad. Él tenía un objetivo claro y definido: modelar a la madre del hijo de Dios, utilizando sus manos cargadas de amor por la virgen María.
Cuánta gloria ha dado este humilde, pero a la vez cuán sobresaliente creador, ¡con la imagen de su inspiración! ¡Cuántos humildes se han sentido copartícipes del prodigio de ser parte de lo divino! ¡En cuántos millones de peregrinos habrá dejado la imagen santa su imperecedera huella!
De ahí que todos vuelven. Todos regresan a consubstanciarse, una vez más, con la imagen, cuyo mayor milagro es, precisamente, iluminar la chispa divina que en cada uno de nosotros hay, recogiendo el misterio indescriptible que anida en los corazones de hombres y mujeres de nuestro pueblo.
Aunque seguramente a quien más conocen los peregrinos que recorren grandes distancias para ver, pedir y orar ante la Candelaria de Copacabana, en los textos de los cronistas de Indias se halla que el mismo artífice también esculpió, por aproximaciones sucesivas, varias imágenes de la virgen. Según estos escritos, sin la perfección de la imagen que veneramos hoy en día en Copacabana. Sin embargo, esos primeros intentos están repartidos en varias iglesias andinas, porque representan, simbolizan, el intenso amor con el que el cristianismo penetró en los corazones nativos de los fabulosos Andes de América.
La humildad es la virtud de los grandes espíritus. Sin ella no hay grandeza. Y fue esta virtud, la humildad, la que condujo a Tito Yupanqui a lo más alto, a la cima de la gloria. La imagen por él esculpida es venerada por miles y miles de personas que le rinden un culto profundo y eterno.
Estoy segura que, gracias al tesonero trabajo y dedicación de la Comisión Nacional para la beatificación y canonización de Francisco Tito Yupanqui, pronto Bolivia contará con un suceso de prestigio universal; es decir la santificación de este indígena cristiano que representa con tanta belleza y gloria el mestizaje de nuestra patria y de América del Sur.
La exposición de pintura “Copacabana en el primer centenario de la República” se realizará hoy en la noche en el pasaje peatonal Jaén.
La autora de esta nota es Miembro de Número de la Academia Boliviana de la Lengua correspondiente de la Real Española.
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