Ernesto Martinchuk
A pesar de su descarada tendencia a la soberbia, el hombre no es otra cosa que un vivo testimonio de su pesimismo. Tal vez lo segundo sea la inevitable consecuencia de lo primero; y acaso esté en ello la raíz de la posibilidad del optimismo. Sea como fuere, el hombre ha encontrado en su propia naturaleza la disculpa o los atenuantes de sus faltas y errores.
Con decir “es humano” ya está casi todo justificado, explicado y excusado, desde el asesinato y la traición hasta el adulterio, el robo o la negligencia… y por supuesto son humanos. Pero también son humanos el heroísmo, la fidelidad, la ética y la verdad es que nunca vemos elogiar su ejercicio con la frasecita “Es humano”.
En cambio si hemos oído llamar “inhumano” a quien maltrata a los animales con el pretexto de que la crueldad es una manifestación de falta de humanidad. El ser humano manifiesta muy mala opinión acerca de su humanidad: en lo que acierta, a fuerza de equivocarse. El ser humano desprecia a su humanidad pero desde el punto de vista de la conducta y precisamente explica su mala conducta “porque es humano”, y considera extraordinario -genial o maravillosa- la buena conducta, con muy poca lógica, por cierto, por la sencilla razón de que la conducta es hija de la voluntad. Y al ser humano no le conviene manifestar buena opinión general de la voluntad porque esto lo llevaría al plano del reconocimiento de la responsabilidad.
Si bien es cierto que el debido ejercicio de la voluntad puede llevar a una vida ejemplar, no es menos verdad que un desaprensivo cultivo puede llevar al éxito. Es humano, claro. Sin embargo, los humanos suelen atribuir sus éxitos -buenos o malos- a su inteligencia y no se fijan tanto en la elección del camino seguido en la elaboración de sus planes. Hay algo de superstición, sin duda, en esto de la inteligencia.
La inteligencia puede llevarnos a la cultura de las letras, las artes y las ciencias, desde el gobierno de los pueblos, a la investigación de los microorganismos, pero no puede, por sí sola, llevarnos a la santidad o al heroísmo. Tiene que “llevar a” la voluntad.
El ser humano no sólo admira ilimitadamente a la inteligencia, sino que se admira a sí mismo por ella; lo que no es más que una forma de narcisismo. Los intelectuales hablan de la inteligencia como cosa de ellos y la verdad es que, es un don tan absolutamente gracioso como la belleza. Los intelectuales son, quizá, si no los “fundadores” del desprecio de la voluntad. Al intelectual le alcanza -o se lo cree- con la inteligencia, aunque sea ajena, del mismo modo que al místico le alcanza con la voluntad, sobre todo si es de su Dios. Pero tanto una como la otra son potencias del alma, respectivamente ordenadas a servir al conocimiento y a la virtud.
El intelectual suele caer en la estúpida tentación de despreciar al santo, sobre todo si éste es gloriosamente analfabeto. El héroe puede caer en la alevosa tentación de despreciar al intelectual, sobre todo si éste es vergonzosamente cobarde. Pero hay una tercera potencia del alma: la memoria, cuyo casi general olvido constituye la más deliciosa paradoja del hombre.
Muchos intelectuales desprecian a la memoria, por su afán de exaltar a la inteligencia, sin reparar en que, sin memoria no hay imaginación, y sin imaginación no hay literatura, así como sin esperanza no hay futuro. Y el héroe puede despreciar a la voluntad, sin reparar en que sin memoria no hay leyenda y que sin leyenda no hay mitología, así como sin esperanza no hay inmortalidad.
Existe un profundo misterio, sin duda, en esto de la memoria, madre abnegada de toda realidad y de todas las posibilidades, tan imperdonablemente subestimada como la modestia misma, madre de todo buen ejemplo.
Todo es memoria, porque el pasado es el padre del futuro.
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