[Ernesto Murillo]

Lo inmanente y lo trascendente


Visitar siete templos, comer 12 platos, viajar a Copacabana, comer huevos de pascua, pertenecen a la gama de costumbres del paceño y en el interior del país ocurre lo propio. Es la herencia cultural, el legado que nos dejan nuestros progenitores y que lo protegemos o lo vamos descartando, para luego entregar la posta a nuestros retoños.

La tradición filosófica y teológica occidental ha opuesto constantemente las nociones de trascendencia e inmanencia, estableciendo una distancia infranqueable entre ambas. Estrechamente ligado a lo anterior, es importante señalar que la noción de trascendencia ha estado íntimamente ligada a la noción de límite ontológico. De este modo, por trascendencia se ha entendido “una realidad que traspasaría el límite”.

La Semana Santa tiene que ver con esta trascendencia, tiene que ver con el ser humano que vive en el tráfago de actividades y no levanta la mirada, porque lo suyo, sus actividades, sus inquietudes lo confinan a este mundo. Le hace falta un respiro, un momento para levantar la mirada y encontrar el trascendente, también es un momento para mirar hacia su interior; ese el privilegio del ser humano frente a los otros seres del planeta.

Es evidente que existen tendencias, corrientes filosóficas y sociológicas que han intentado desacralizar lo divino, porque el poder, el placer y el dinero son los nuevos dioses de la sociedad, pero luego, ante la enfermedad, la vejez o la impotencia vuelven a elevar los ojos hacia la trascendencia para pedir auxilio. Basta consultar con el presidente Hugo Chávez o quienes han sentido el rigor de la enfermedad o padecen alguna previsión.

Como sostenía el sociólogo Emile Durkheim, la religión es el fundamento de la vida social, que no es posible sociedad sin religión. La religión funda y luego asegura, a modo de soporte, el mantenimiento de una “conciencia común” sobre la que se verá respaldada la integración simbólica y la homogeneidad de lo social.

Semana Santa es el momento privilegiado para mirar hacia arriba y encontrarse con uno mismo, para mirar el interior y descubrir lo que hacemos bien y mal. Es un stop en el camino frenético de todos los días, es un momento para mirarse en el espejo y ver qué anda bien y mal en nuestro ser interno, que como decía bien San Agustín “no hace el bien que quiere, sino el mal que no desea.

Es el momento para que gobernantes, líderes, jefes, representantes de los grupos humanos, miren su realidad interna y cambien de actitud: ese es el verdadero cambio, es la metanoia que pregonan los griegos, porque no hay cambio exterior, si antes no hay un cambio interior.

Ernesto Murillo es filósofo y comunicador.

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