Todos hemos tenido buenos maestros, referentes en nuestra educación, apóstoles de su trabajo a quienes por los desdenes de la vida nunca más pudimos verlos para decirles al menos “gracias”.
A todos esos educadores, quienes han depositado en nuestra formación un granito de arena, los respetábamos por igual. Esos hombres utilizaban una tiza para escribir las ideas y los conceptos fundamentales sobre una pizarra fija instalada al frente del aula, instruidos bajo los principios de los grandes educadores como José Martí.
A propósito de Martí recuerdo su gran cuestionamiento: “¿Cómo educar a los hombres de una sociedad cuyo fin es dotarlos de convicciones revolucionarias, de conocimientos de avanzada y forjarlos en el espíritu de las más nobles y justas ideas de sus próceres?”.
Hoy, en el tiempo de los apócopes, los jóvenes se dirigen a sus maestros para decirles “profe”, el catedrático “cate”, el arquitecto “arqui” y pronto el carpintero será “don carpin”. También cambió hasta el respeto, porque los maestros se han visto en la necesidad de aumentar sus ingresos trabajando como comerciantes o taxistas, de manera que aquel respeto que la propia literatura les otorgó como personalidades del barrio, del pueblo o de la comunidad ha cedido ante el concepto más amplio del profesor que trabaja en el área urbana y rural.
No sé en qué momento, el propio Estado estableció categorías a la hora de retribuir su sacrificio, de manera que a unos los consagró en el grupo de los sacrificados (rurales) y a los otros en el gran grupo general (urbanos). Pronto las autoridades se dieron cuenta que no había razón par tal división, aunque algunas autoridades como el actual Ministro de Educación intenta explicar lo inexplicable, ingresando en honduras de las que no puede salir.
Diferencias entre unos y otros hubo a principios del Siglo XX cuando los liberales quisieron establecer una Escuela Normal para los urbanos y otra Escuela Normal para los rurales, como si el sujeto de la educación no fuese el mismo. Hoy se cambió el peso de la balanza, pesan más unos que otros, tal vez por el favor político, tal vez porque ha cambiado la sociedad y pesan más unos que otros.
De hecho el maestro de hoy gana poco, no es bien retribuido, no es bien reconocido y se le pide más. Habría que ponerse en sus calzados, vivir sus angustias diarias y, al menos darle un trato respetuoso, empezando por un justo salario.
Ernesto Murillo Estrada es editor general de EL DIARIO.
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