En su libro “El fin de la historia y el último hombre”, en el tema doce el norteamericano-japonés Francis Fukuyama, con el subtítulo “No hay democracia sin demócratas”, desarrolla la problemática de la democracia, de corte liberal, es decir de plenas libertades del individuo y sostiene que: “la historia ha legado a su fin si la forma actual de organización social y política es completamente satisfactoria para los seres humanos en sus características más esenciales”.
La sentencia de Fukuyama nos lleva a reflexionar sobre la formación del individuo en la filosofía democrática, como sistema ya no sólo de gobierno, sino de vida, y es que en estos tiempos de crisis social, hasta los autoritarios y dictadorzuelos hablan de democracia sin serlo. Mas, al contrario, en nombre de la democracia instauran regímenes de gobiernos alejados de todo lo que es la verdadera democracia, de donde inferimos que para que una sociedad viva en democracia, tiene que ser una sociedad democrática y en especial sus gobernantes deben serlo.
El espíritu democrático de gobernantes y gobernados comienza por la legitimidad en la conformación del poder, es decir que el poder se origine en la voluntad ciudadana expresada en el voto, pero no sólo en el voto, que puede –como lo es muchas veces- ser suplantado, dirigido por los detentadores del mismo poder, que sólo buscan legitimidad en las urnas, sino que los gobernantes deben ser verdaderos representantes de la voluntad popular y no impuestos en listas partidistas y sectarias, o que sólo representan a determinados grupos sociales, de presión o de interés, como lo son en la actualidad los “movimientos sociales” al servicio del Gobierno boliviano.
Esos representantes de la diversidad ideológica del pueblo tienen que tener una responsabilidad con el representado, y no como sucede con el que detenta el poder, de quien reciben las instrucciones para su actuar; es lo que sucede con las dirigencias de los grupos serviles al poder, que se alejan de sus bases, pero actúan en nombre de ellas.
Por otro lado, el gobernante tiene que tener una formación y convicción democrática, pues de no ser así, aunque sea elegido por el voto ciudadano, tarda muy poco en mostrar su verdadera cara, la del autoritario que usa el poder para oprimir y perseguir a los ciudadanos que no se doblegan ante el poder que detenta, y con los mecanismos del poder construye un aparato de poder que sólo le sirve a él, para su fines que no suelen ser otros que mantenerse en el mismo de por vida, y hacer uso y abuso del mandato recibido.
El espíritu democrático del gobernante le tiene que llevar a ser tolerante con los que discrepan con sus políticas, con los que piensan distinto, con los que en uso de su libertad de pensamiento y expresión, disienten con el gobernante, tolerancia que le hace digno aun de la crítica, pues no puede existir acto de gobierno que no sea criticado en virtud precisamente de la diversidad de opinión del ciudadano.
El gobernante demócrata, por encima de sus intereses de grupo, de partido, ideológicos o de cualquier índole, tiene que buscar en sus actos de gobierno el bien común, es decir el bien de todos, porque ese es el fin del poder el Estado, y cuando por las circunstancias o avatares de la vida política su figura, su discurso o programa –si lo tiene- se ha agotado y ya no satisface a la ciudadanía, debe renunciar al poder, de tal suerte que ese renunciamiento -como lo hizo Hernán Siles Zuazo y algunos otros gobernantes de nuestra historia- demuestra precisamente un espíritu de grandeza, tan difícil en el autoritario y torpe gobernante que prefiere hacer matar y utilizar la violencia, como en este momento sucede en Siria, a renunciar al poder y su disfrute.
Finalmente el demócrata que ejerce el poder político del Estado tiene que ajustar sus actos a la ley y sólo a la ley, y no “meterle nomás”, pues en el “estado de derecho” gobernantes y gobernados tienen que estar sujetos al cumplimiento de la ley, pues esta es la medida de la convivencia pacífica y del buen gobierno. Además el gobernante debe buscar convencer y no imponer, esta última característica es de los endiosados autócratas que creen que su voluntad debe ser cumplida, sin importarle el daño que pueda causar, pues desde el poder se construye o se destruye.
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