[Raul Pino]

Imparcialidad en el arbitraje


Es inconsecuente con la realidad afirmar que el arbitraje no tiene futuro en Bolivia, según el alcance de la nueva Constitución, cuando ésta en su postulado no restringe ni limita la actividad y la vigencia legal de la ley de Arbitraje y Conciliación.

Es importante, como cuestión preliminar, acercar la sinonimia entre los términos “imparcialidad” y “neutralidad”. La condición natural del ser humano lo conduce irremediablemente a formarse juicios previos de valor de las personas, situaciones y cosas, actitud que lo hace vulnerable a sentimientos de simpatía y antipatía, consideración, tolerancia o pena.

Bajo esa concepción nadie sería neutral, en el sentido de poder evitar estos sentimientos o emulaciones negativas; por ello se piensa que se debe reforzar la inclinación a la idea de la imparcialidad, concebida como la capacidad de evitar que esos sentimientos influyan en el proceso de decisión. ¿Y qué significa imparcialidad?, falta de designio anticipado o prevención a favor o en contra de personas y cosas, que obviamente permite juzgar, fallar o decidir con rectitud.

Existen todavía profesionales en derecho que creen, o se persuaden a sí mismos, que cuando se nombra árbitros de parte, éstos son verdaderos defensores y representantes de las partes que los designan o proponen. Pero la realidad imperativa y coherente es que los designados propuestos son verdaderos árbitros, en el más estricto sentido del término, y se erigen, una vez aceptado su nombramiento, como “supra partes”, es decir con criterio independiente de la parte que los nombró y con las altas responsabilidades y deberes propios del delicado cargo temporal de juzgador, donde se juega su prestigio, fama y por qué no decirlo, su carrera.

Por ello es muy decisorio y mandatario que no se presuma la existencia de un “deber de lealtad” entre el árbitro tercero y la parte que lo designó. Cuando se comprende esta situación en su profunda dimensión de ética y rectitud, además de imparcialidad, entonces situamos al arbitraje en su verdadera concepción y como una alternativa válida y confiable de impartir justicia.

Esa presunta, porque realmente lo es, desconfianza y recelo se origina en malas experiencias provenientes de una equivocada visión del rol de los árbitros y sobre todo de la escasa o ninguna formación de algunos abogados de parte, que pretenden actuar en tal campo sin haber absuelto la materia del arbitraje, que tiene fundamentales principios y un procedimiento.

Los formados en el arbitraje y designados por las partes son personas profesionales, a quienes los particulares, de común acuerdo, confían la tarea de decidir y los ungen con el principio del jus dicere, que en latín significa capacidad de decidir. Su misión es hacer justicia, resolviendo la controversia a través de la aplicación de la equidad y el Derecho. Para cumplir ese cometido deben conocer los hechos relevantes del caso y atender las pretensiones de las partes, de manera que el laudo o la decisión resulte ceñida a la justicia.

Estas premisas deben guiar la actuación de los árbitros designados por las partes en el Tribunal Arbitral. Si esto no se cumple, la función se desnaturaliza y si cada uno de los árbitros designados por una parte actúa en función de los intereses de quien lo designó, su presencia se superpone y se confunde con la de los abogados de parte y se perfila como redundante e innecesaria. Fatalmente, el laudo será producto de la opinión del árbitro tercero, lo que en buen cristiano significará pagar honorarios a tres árbitros, para que sea uno de ellos quien verdaderamente decida.

En nuestro país, en los diferentes Centros de Arbitraje se nota una gran actividad y una constante capacitación académica de los árbitros, única premisa valorable para garantizar arbitrajes ceñidos a la justicia, imparcialidad y rectitud en la sana crítica.

El autor es abogado corporativo, postgrado en Arbitraje y Conciliación.

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