Una incógnita con mayúscula entraña la posesión de los nuevos magistrados y administradores de la justicia nacional. Tienen en su haber el ser electos por voto directo, y por lo tanto no deberían estar comprometidos ni con mayorías políticas ocasionales ni con planes hegemónicos de otros operadores del Estado. Si deben el favor de haber figurado en las listas de elecciones a las actuales mayorías políticas, no es menos cierto que ese tutelaje termina cuando sean posesionados. Para entender lo que viene en este 2012 miremos hacia atrás, pues es pertinente revisar lo que fue el Poder Judicial, fenecido desde este 31 de diciembre de 2011, y ver si existen los elementos de un cambio a favor del país.
Bolivia, a diferencia de otras naciones sudamericanas, tiene como antecedente de su origen republicano la actividad de la Audiencia de Charcas, lo que le dota de una tradición legal, legalista y a la vez leguleyesca que no es compartida por los demás países latinoamericanos.
Es innegable la influencia de los doctores de Charcas o La Plata en la creación de la nación boliviana, con todos sus aspectos positivos como negativos. Entre éstos últimos, está en hacer creer al resto de la población que el hombre es producto de las leyes.
De allí que las reformas nacionales, sobre cualquier punto, descansen en la normatividad. Si soy revolucionario, derogaré el cuerpo de leyes anterior y haré otro, de donde nacerá el hombre nuevo. Este esquema se viene repitiendo desde la fundación de la República. Se trata de un grave error de percepción, que nace de la veneración por la palabra escrita que tiene el boliviano y que hace de él un cultor no del derecho ni de la justicia, sino del texto, de la norma escrita y muchas veces de la manera de burlar esa norma.
La respuesta que la sabiduría popular dio a estos afanes, fue más pronta que la doctoral, y se traduce en la afirmación de que hecha la ley, hecha la trampa.
Y de esa manera se ha visto las reformas legales a lo largo de la historia del país, incluyendo esta última refundación del país, como esfuerzos loables, pero muchas veces ingenuos. Hay algunas verdades de Perogrullo, que los revolucionarios, transformadores y políticos en general olvidan, pues preteren al hombre en beneficio de la ley. Veamos algunas: sea la ley que sea, el juez mal pagado inclinará la balanza a favor del que le alivie la penuria económica. Si bien el país es pobre, y grandes sectores de población lo son, no es menos cierto que existen sectores de clase media y clase media alta con ingresos expectables.
El resto de Latinoamérica, al menos nuestros vecinos, conocedores de esta verdad, pagan a sus juzgadores salarios altos. Si a un buen sueldo se une permanencia garantizada más allá de los vientos políticos, tan variables en nuestro país, el ser juez será una aspiración de muchos y entre ellos habrá buenos profesionales. Hoy el fenómeno es todo lo contrario.
El país no se puede dar el lujo de tener jueces mal pagados, pues la corrupción campeará en esta situación, sin importar el texto de la ley o la pena que se anuncie como castigo.
El tiempo de un administrador de justicia no es infinito, pero los litigios suman y entierran a los juzgadores en un mar de papel que hace imposible la celeridad de la justicia. La solución no es el cambio de la legislación procedimental. El problema es simple, a mayor carga laboral, la sociedad debe responder con más jueces y mayor capacitación.
Se critica que la justicia no es gratuita y que debería serlo, a ultranza. Es otro error de desconocimiento del ser humano. Los sectores populares-mestizos de la ciudad son de profundo carácter litigante, casi pleitómanos, y ese defecto se traduce en cientos de causas penales por agresiones y delitos similares, que jamás deberían llegar a tribunales ordinarios, debiendo ser concluidos en esferas policiales.
El hecho de tener que pagar por el servicio legal, sobre todo en materia civil, comercial, tributaria y minera, impide que los procesos se multipliquen como conejos. Diferente es que el Estado tome medidas en materia penal, social y familiar para resolver causas atingentes a estos campos, los que perfectamente pueden estar en sus etapas previas fuera del ámbito jurisdiccional ordinario.
Dando por sentado que si el ser humano no cambia, las leyes, por la manera como estuviesen redactadas, tampoco lo cambiarán, vemos que invertir en reformas de los procedimientos es, desde ya, una mala inversión, la que se torna en pésima cuando se encarga estos cambios a quienes no tienen idea del modo de ser del boliviano y de los tribunales.
Un ejemplo del fracaso es la reforma penal, que no resolvió nada para lo que fue pensada. Otro ejemplo del error es la pretendida reforma actual en los procesos civiles comerciales, ya declarada en la Ley del Órgano Judicial. Mientras el resto del mundo reemplaza el expediente de papel por uno electrónico a prueba de robos y triquiñuelas, algunos políticos bolivianos tienen la loca idea de obligar a los litigantes y a los abogados a procesos civiles y comerciales orales. Mientras en todo el mundo se despersonaliza la relación abogado/juez, en Bolivia se quiere que los litigantes ante de poder recurrir a la justicia, vayan donde un conciliador, creando nuevas condiciones para la demora en los procesos. Se cree ingenuamente que se cambiará la mentalidad de los habitantes de este territorio cambiando el nombre de los juzgados.
La idea de cambio no tiene por qué ser buena en sí misma. Primero se debe conocer cómo funcionan las cosas, ver por qué no funcionan como se quiere y ahí modificar lo que esté mal. Pretender borrones y cuentas nuevas una y otra vez es un grave error, que terminará en fracaso.
Ante estas nuevas autoridades, es pertinente hacer estas reflexiones y parar en el camino al despeñadero, por mucho que sea consejo de algún asesor, que de seguro jamás en su vida ha litigado en Bolivia. No hacerlo es de suma peligrosidad para todos, no sólo para el actual Gobierno.
El autor es abogado litigante.
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