Alejandro Rocamora Bonilla
Podemos contemplar la vida como una larga carrera por poseer: tenemos casas, coches, cultura… hasta nos reservamos un lugar en el cementerio. Hablamos de “mi dentista”, “mi profesor”, “mi peluquero”. Es como si esos títulos de propiedad nos hicieran más fuertes, más importantes, incluso más felices. Por el contrario, si nos preocupamos por desarrollar nuestras capacidades (solidaridad, respeto al otro, valoración de uno mismo y de los demás, la creencia en el otro, etc.) entonces somos gente rara, que no sintoniza con la cultura del Siglo XXI.
Más tarde, Erich Fromm llegaría a la conclusión de que todo “tener” implica un “ser” y todo “ser” necesita un “tener” para existir. No podemos vivir sin unos mínimos recursos: comida, vestido, hábitat. Es lo que podemos llamar propiedad para uso. Esta propiedad sí favorece al “ser” y posibilita un desarrollo y crecimiento psicológico del individuo, sin poner falsos cimientos, ni apoyarse en tierras movedizas como cuando lo que se pretende es tener más y más.
Pero también existe la propiedad no funcional, donde la finalidad primaria y última es poseer, como trampolín para sentirse más seguro, libre e independiente o para mitigar otras carencias, como la falta de resortes para resolver los conflictos cotidianos. Este tipo de propiedad satisface las necesidades enfermizas provocadas y estimuladas por nuestra sociedad de consumo.
K. Horney señala que la dificultad de dar y recibir cariño, la falta de valoración de sí mismo y la agresividad son las caras invertidas del “ser”. Para compensar esas deficiencias el hombre moderno tiende a “poseer”. “Cuánto más tenga más me querrá la gente, más seguro me encontraré y no tendré que destruir al otro”. De esta forma el “tener” es un antídoto contra la infelicidad. En realidad, la seguridad que provoca la posesión es ficticia, pues no se cimienta en uno mismo sino en circunstancias externas; cuando éstas fallan, todo se viene a pique.
Lo sano estaría en la línea de saber “tener” para posibilitar el desarrollo de nuestras potencialidades. Así: el deportista incrementa sus cualidades físicas, el intelectual crece en su capacidad de saber y el obrero se perfecciona en su profesión. Podemos concluir que el afán normal de “tener” se vincula siempre al bienestar personal, familiar o a una idea científica o religiosa; en cambio, el afán neurótico se cimienta sobre la propia inseguridad, el sentimiento de inferioridad o la angustia de la envidia. En palabras de K. Horney podemos afirmar que “el afán normal de poderío nace de la fuerza; el neurótico de la debilidad”.
Se trata de favorecer la autoestima y la valoración que tienen los niños de sí mismos, a partir de sus propias capacidades del niño (honradez, solidaridad, generosidad, etc.) y no en lo que poseen o por sus resultados (las buenas notas). Así ayudaremos a que dé valor a lo que verdaderamente lo tiene: el “ser”. Hay que primar el “ser”, sobre el “tener”, para que de adultos puedan disfrutar de forma correcta de su “tener”. De esta forma habrán conseguido unir los del término de la disyuntiva: ser-teniendo.
Lo importante no es la fachada, sino lo que está dentro. Debemos esforzarnos por robustecer en los más jóvenes lo que son, no lo que tienen. Así los valores de la solidaridad, el compromiso, la honradez, la tolerancia, por ejemplo, están por encima de poseer un coche último modelo o comprarse unas zapatillas de marca. Lo primero es lo esencial, lo segundo accidental.
El niño debe encontrar un clima donde se permita sentir y expresar hasta las emociones más perversas. Un buen lema sería: se permite sentir y expresarlo con la palabra. Por ejemplo, las vivencias agresivas no se las puede llevar a la práctica, pero sí se las puede expresar y contar.
También debe aprender que no es el ombligo del mundo. Las necesidades de los otros, y sus deseos, son el contrapunto de sus inclinaciones y proyectos. Ser adulto es tener en cuenta al otro y sus necesidades. La posición de “tener” está centrada en uno mismo. Gira en torno a las propias necesidades: primero yo, después yo y yo. Se trata entonces de vencer este narcisismo patológico que lleva al consumismo.
Los instintos más negativos deben transformarse a través del arte, el deporte o la cultura. La felicidad es sinónimo de equilibrio con uno mismo y con el entorno. La felicidad se construye en el intento de armonizar las necesidades del propio yo con el universo. La felicidad es aceptar lo mucho o poco que somos o tenemos y sincronizarlo con las exigencias propias y externas.
El autor es psiquiatra y miembro fundador del Teléfono de la Esperanza.
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