Laura M. López Murillo
En algún lugar del tiempo, entre los siglos y las décadas, en el trayecto del pasado al futuro hay una escala ineludible; y ahí, en un breve compás de espera, los visionarios identifican los hitos de la historia, escudriñan los efectos del progreso y asignan un nombre a las épocas...
En la utopía de la modernidad el bienestar y el progreso fueron manifestaciones concretas de la razón en un mundo idealizado sin diferencias ni rangos, sin carencias ni quebrantos; sin embargo, el uso y adjudicación perversos de la ciencia transformaron las aspiraciones en una cruel distopía, y un buen día, a todos nos alcanzó el futuro. Más tarde, en el mundo posmoderno se derribaron las distancias, se extinguieron las verdades eternas y cada cual aprendió a vivir con un credo individualista, el ocio se convirtió en una industria y la conectividad en una prioridad existencial.
Ahora, cuando el devenir de los tiempos agudiza la distopía moderna y exacerba los rasgos posmodernos, la humanidad emprende el trayecto hacia un nuevo horizonte. En el umbral de la nueva época, los estragos del progreso alcanzan niveles superlativos que exceden la intensidad de los prefijos: la sobremodernidad llegó para quedarse cuando al conectarnos con el mundo virtual nos recluimos en un islote íntimo e inescrutable; en la supermodernidad las leyes del mercado imponen necesidades artificiales que se satisfacen con compras compulsivas; una inmensa nube de datos se expandió en la megamodernidad; y la tecnología es el paradigma que distingue a los individuos en función de su poder adquisitivo y su exasperante capacidad de actualizarse constantemente en el entorno hipermoderno.
Los antropólogos aún no deciden el prefijo que distinguirá a esta época; tal vez, los habitantes del futuro la identifiquen por los desastres galopantes o quizás por logros espectaculares, pero lo más probable es que identifiquen este lapso de tiempo por los rasgos del hommo fanaticus: un individuo tecnologizado que adora un dispositivo digital, que vive a través de una tableta de la que emana su autoestima y que glorifica a Steve Jobs como el genio que conjuró la angustia existencial y desvaneció las sombras del rechazo social cuando materializó la imperiosa necesidad de reconocimiento en un artefacto blanco.
Se estima que la tableta iPad3 inundará el mercado rápidamente, los pronósticos indican que el 5% de las tabletas que se venda este año en todo el mundo llegarán a hogares donde ya tienen una. El dato desconcertante es la velocidad de proliferación. ¡No!... No tengo ni la menor idea, ni puedo imaginar cuál podría ser el rasgo preponderante que definirá a la época que ya inició, pero me queda claro que el ámbito de la condición humana permanecerá inmutable al margen del mercado, que las afinidades germinarán en la calidez del manto sensible de la piel, que lo verdaderamente importante no es tangible, no se adquiere ni se ostenta, y que hoy, en este breve compás de espera, los visionarios ya identificaron los hitos recientes de la historia, pero al escudriñar los efectos del progreso y las compulsiones del vértigo tecnológico aún no se deciden por algún prefijo ni han definido el nombre de esta época…
La autora es Licenciada en Contaduría por la UNAM. Con Maestría en Estudios Humanísticos, Especializada en Literatura en el Itesm.
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