En nombre de la democracia hablan moros y cristianos, los que respetan la voz de los demás y los que la cuestionan. De esta manera, para descalificar al otro bastará decirle simplemente “antidemócrata”.
El tema de formas de gobierno lo plantea Platón y lo formaliza Aristóteles en su libro “Política”, quien aclara que “la peor perversión será la del régimen mejor”, es decir, la de la monarquía: la tiranía, “y la más moderada es la democracia”. Claro está que el sistema no califica ni descalifica a otro, porque puede existir un buen monarca, una buena aristocracia y una buena democracia, como también un mal monarca (tirano), una mala aristocracia y una mala democracia.
Probablemente Aristóteles tenga presente el tipo de democracia imperante en Atenas a finales del siglo V; le parece preferible una sociedad en la que predominen las clases medias y en la que los ciudadanos se vayan alternando en las distintas funciones de gobierno, entendiendo que una distribución más homogénea de la riqueza elimina las causas de los conflictos.
Es probable que observando las democracias del siglo XXI, el filósofo estagirita se horrorizaría, porque en nombre de la democracia, los aparentemente más conculcan los derechos de los menos, basta descalificar al otro con un concepto, alinearlo en la derecha, en el liberalismo y, pronto, hasta las opciones religiosas y sexuales tendrán connotaciones de bondad y maldad.
Las circunstancias definirán qué tipo de gobierno es el más conveniente para cada Estado. En principio, toda forma de gobierno es buena si quien gobierna busca el bien de los gobernados y puede disfrazarse de demócrata quien busca su pasión personal, quien lleva su ego a límites inconmensurables o, finalmente, quien busca para su grupo las mejores condiciones, aunque luego se ampare en el supuesto mandato de la mayoría.
Formamos parte de una sociedad que desvanece sus valores, en la que conviven educadores mediocres y mal pagados con un sistema decadente. Estamos frente a trabajadores, obreros, artesanos, empresarios y profesionales desorientados y desalentados; convivimos con la pobreza, la delincuencia, los abusos y los ultrajes a niños drogándose. Toda esta factura también se la puede pasar a la democracia. Tal vez porque a los políticos que dicen importarles el pueblo, en realidad ni les importa.
De hecho, los representantes elegidos no llegan especialmente por mérito personal, competencia o responsabilidad. Los gobernantes democráticos llegan al poder haciendo creer a la población que poseen estas características. En otros casos, en una democracia ya avanzada, el mensaje de los de los candidatos se vuelca claramente hacia grupos determinados con promesas de agresión y represión contra los demás grupos, cuyos intereses son opuestos a los gobernantes o candidatos.
En nombre de la democracia se dicen y hacen tantas cosas que han vaciado de contenido a los conceptos vertidos por sus creadores. Ya Aristóteles dudaba en su tiempo de las bondades de la democracia, con cuánta mayor razón no podemos dudar ahora si los resultados son tan escasos.
Ernesto Murillo Estrada es filósofo y comunicador.
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