Desde el FARO
Más de 50 días persisten en su vigilia frente al Ministerio de Justicia. En medio de las protestas urbanas su voz se escucha lejana. Me refiero a la Plataforma de luchadores sociales víctimas de la violencia política que exigen el cumplimiento de la ley Nº 2.640, de Resarcimiento Excepcional a Víctimas de la Violencia Política durante gobiernos inconstitucionales. Curiosamente, la ley fue una iniciativa del gobierno presidido por Hugo Banzer y promulgada por el presidente Carlos Mesa en marzo del año 2004. Siete años después, el gobierno del MAS, tributario de las conquistas democráticas ignora la protesta, y restringe el acceso a este derecho. ¡Vaya paradojas de nuestra historia y del Estado Plurinacional!
Bolivia fue uno de los últimos países de la región en aprobar este instrumento concebido como un acto de justicia y reparación a quienes experimentaron formas diversas y extremas de violencia política durante pasadas dictaduras. Fui testigo de los variopintos argumentos que motivaron la ley y limitaron progresivamente su alcance debido a la suma perniciosa de carencias financieras, desconfianza, sectarismo partidario y división entre dos organizaciones que disputaban la representación de las víctimas y su inclusión formal en la Comisión Calificadora.
Hoy no resisto la tentación de mirar autocríticamente la actitud que como Estado y sociedad tuvimos y aún tenemos respecto a los protagonistas que hicieron posible la inauguración del ciclo democrático imperfecto, pero inédito en nuestra historia. Lo hago a partir de la comparación con lo ocurrido en otros Estados que, como el chileno, asumieron con voluntad política la reparación universal plena y efectiva del derecho al resarcimiento, ampliando lo favorable y restringiendo lo odioso.
En Bolivia, pese a ser un derecho internacionalmente reconocido se censuró éticamente la recepción de recompensa por una lucha que se abrazó con convicción desinteresada. Se acusó de oportunistas a ex presos y exilados radicados en el exterior, lo que derivó en la exclusión de quienes no retornaron al país hasta 1984. Se marginó también a las víctimas que ejercieron algún cargo jerárquico o de representación política durante los gobiernos democráticos. En fin, presumimos mala fe, siendo inocultable nuestra persistente ingratitud y mezquina manera de valorar nuestra historia, a sus protagonistas, la política y la función pública.
Lo que hoy sorprende es la actitud oficial que recorta de manera insensible este derecho, mientras que, coherentes con nuestra tradicional desconfianza colectiva, los afectados demandan una auditoria al proceso de calificación que desencadenó la protesta. ¿No era lógico que el gobierno del cambio y del pregonado superávit financie la mayor parte de las obligaciones, sin esperar el apoyo internacional al que aludía la ley en tiempos de escasez?
¿Se intenta enterrar en el olvido las luchas que hicieron posible la apertura democrática?
¡Qué difícil resulta erradicar la intolerancia y las pulsiones autoritarias! Y es que los mentores del cambio conciben la política como campo de “lucha permanente”, sin valorar ni dar espacio alguno a la deliberación democrática. Lo ocurrido con la diputada Revollo, la penalización de la actividad política y la agresión sufrida por la enfermera Boyán durante la protesta médica expresan poco apego al pluralismo consustancial a todo orden democrático. Lamentablemente, los cambios también son regresivos.
La autora es psicóloga, politóloga y ex parlamentaria.
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