Desde el FARO
En abril de 2010, Juana Quispe Apaza fue reconocida legalmente por la corte Departamental Electoral de La Paz como Concejal titular del Municipio de Ancoraimes, Provincia Omasuyos. Sin embargo, apoyados en resoluciones de las organizaciones sociales y dirigentes de la comunidad, su colegas concejales tramitaron su reemplazo por otro concejal, atropello en el que acoso y hostigamiento no podían faltar. Hace unas semanas su cadáver fue encontrado, no descartándose causas asociadas a una venganza de orden político.
Casualmente, este criminal hecho coincidió con el tratamiento del Proyecto de Ley contra el Acoso y Violencia Política hacia las mujeres, de la que Juana Quispe era una comprometida impulsora y cuya promulgación hoy celebramos, luego de más de 10 años de historia y aprendizajes. El primer campanazo de esta “patología de la política” data de 1999, cuando ante las primeras denuncias, el Foro Político de Mujeres y la naciente Asociación de Concejalas de Bolivia (ACOBOL) asumieron la iniciativa de gestar un instrumento que tipifique y sancione estos hechos. Por entonces, el bullado caso de “travestismo electoral” en el que la inclusión de “Julias” y “Franciscas” intentaba “cumplir con las cuotas”, fue apenas la punta de un ovillo de otro tipo de violencias que con el tiempo nos interpelan y obligan a acciones más contundentes para prevenir y sancionar su ocurrencia.
De acuerdo con ACOBOL se cuenta con alrededor de 300 denuncias, de un estimado de 4.000 casos de violencia en 12 años. Un 36% corresponde a presiones para que las mujeres electas renuncien a sus cargos, aun de manera anticipada y previa a su elección. Los actos de violencia sexual física y psicológica llegaron al 21%. En esta lista no faltan múltiples artimañas para impedir el ejercicio de sus funciones, así como el congelamiento ilegal de sus salarios y del resarcimiento de gastos, las cuales llegan a un abultado 30%, cerrando este insólito inventario los actos de difamación y calumnias que tenían dolorosas consecuencias en la vida familiar de las flamantes representantes ediles.
Lo relevante es que luego de 11 años de avances y retrocesos en el tratamiento de esta norma, ahora promulgada, aprendimos muchas lecciones que se las debiera tomar en cuenta en el futuro. Una primera tiene que ver con el impacto dilatorio que tiene la polarización política y posicionamientos personalistas para el avance de una agenda política mínima de las mujeres, erosionando la capacidad de la apropiación y acción política colectiva de mujeres y parlamentarias.
Otra tiene que ver con procesos consultivos redundantes que hacen del proceso legislativo y de la misma ley un producto “overcooked” (sobrecocido en ingles), desperdiciando la energía que bien podría orientarse a su socialización y al cabildeo imprescindible para concretar su reglamentación y efectiva aplicación. Y es que la hiperinflación legislativa no sólo demuestra el carácter declarativo y retórico de algunas normas, sino ante todo la incapacidad estatal para hacerlas cumplir.
Preocupa que esta inaplicabilidad derive en la suma de frustraciones, profundizándose la crónica desconfianza en la ley y el Estado de Derecho tan venido a menos. Es el caso de la Ley para las trabajadoras del hogar, aprobada por anteriores gobiernos y que paradójicamente el actual Gobierno poco ha hecho para sentar las bases de su efectiva aplicación. ¿No habrá llegado la hora de concentrar más tiempo y esfuerzo en estos eslabones débiles de la gestión pública?
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