Los hechos y las palabras que se pronuncia a diario desde hace algún tiempo en torno al Gobierno y sus protagonistas destacados, se han convertido en una comidilla que va adquiriendo mayor gravedad y que, de no haber medidas oportunas que ataquen el fondo del asunto, podrían desembocar en una tragedia que podría poner al país en un estado por demás lamentable.
Eso es lo que ocurre con la sangrienta consigna que se ha echado a rodar, la cual sugiere que “el presidente Morales sea colgado como Villarroel”, en igual forma que el dramático suceso ocurrido hace cerca de 70 años (21 de julio, 1946), crimen que estremeció no sólo al pueblo boliviano sino causó espanto a nivel mundial, haciendo ver que el pueblo boliviano había retornado a la barbarie.
La nefasta consigna, casi inocente y aislada al principio, propuesta hace unos seis meses con motivo de la llegada a La Paz de la Octava Marcha Indígena, fue aumentando de volumen y adquiriendo nivel colectivo de creciente y casi irreversible proyección al futuro, sin que, además, se haga algo para moderarla o eliminarla y, más bien, paradójicamente, se le dio mayor vigencia con una serie de errores. Es más, el concepto de carácter individual se difundió para ser coreado por grupos más radicales y numerosos.
Por si fuera poco, la contraseña de la “política del colgamiento” impactó y fue captada por esferas oficialistas, al punto de ser repetida por el mismo presidente Evo Morales, quien al sentirse aludido rechazó el malhadado concepto y repitió la consigna. Expresó su malestar al grado de afirmar que “por defender a los pobres lo han colgado” (al presidente Gualberto Villarroel) y un empresario dice ahora “hay que colgar al Evo igual que a Villarroel” (sic) y, a la vez, deploró que “son algunos empresarios, alguna gente de la ciudad que piensa así; siempre habrá eso”. Agregó al mismo tiempo que el MAS se quedará “definitivamente” en el Gobierno, remarcando enseguida que “no hemos llegado al Palacio de inquilinos, ni estamos de paso. Hemos llegado al palacio para quedarnos definitivamente, si es posible más de 500 años”.
Como toda acción tiene su correspondiente reacción, las fuerzas opositoras rechazaron las palabras del gobernante, y al negar que se hubiese dictado esa maléfica consigna, confirmaron en cierta forma que la estaban promoviendo, aunque fuese subterráneamente, permitiendo, al mismo tiempo, la posibilidad de que la consigna se difunda como aceite sobre el agua.
Para empeorar ese ambiente magnicida, el gobernador de La Paz y dirigente del MAS, César Cocarico, procedió poco menos que a echar más leña al fuego y, con reacción emocional, criticó al jefe de un partido opositor, sosteniendo torpemente que “lo único que está haciendo ese político es darnos la idea de colgarlo a él”. Concluyó con palabras aún más espeluznantes, afirmando que “nosotros no vamos a colgar a nuestro líder, a quien encabeza el proceso de cambio, sino vamos a colgarlos a todos aquellos que se oponen a nuestro proceso de cambio y que hacen guerra sucia a nuestro Presidente. A ellos sí vamos a colgarlos”, palabras que recogió días después, aunque sin poder tranquilizar a la opinión pública.
Resulta, por tanto, deplorable que el nivel de las luchas partidarias haya llegado a ese grado de peligrosidad y virulencia, cultivado tanto en filas del oficialismo como de la oposición. Pero lo más grave de ese movimiento atentatorio contra los Derechos Humanos -que rueda hacia abajo como una enorme bola de nieve- es que la consigna de la “política del colgamiento” fue repetida por el mismo presidente Morales y sus inmediatos adláteres, inquilinos eventuales del Palacio Quemado. Es más, se puede convertir en una idea colectiva, lo cual confirma que la crisis política por la que atraviesa el país en el último sexenio ha llegado a un punto incendiario que debe ser sofocado a como dé lugar.
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