Desde EL FARO
La tortura y vejámenes sufridos por dos miembros de la Policía Nacional por parte de comunarios de Mallku Khota motivan esta nota. El hecho coincide con el segundo aniversario del cruel asesinato de cuatro policías en Uncía, cuyas viudas siguen peregrinando demandando justicia y con el cuarto año del brutal ajusticiamiento de 11 presuntos delincuentes por una turba en Achacachi. Empiezo señalando que la gravedad de los hechos anotados desvirtúa las más o menos legítimas reivindicaciones colectivas que habrían motivado las violencias aquí cuestionadas. Se trata de razones y causas que no abordo en estas líneas.
Dada la recurrencia y carácter no anecdótico de este tipo de manifestaciones ante el conflicto, ya no basta que voceros gubernamentales, antropólogos, sociólogos y los promotores de la justicia plural gasten energía aclarando, por todos los medios posibles, que esas prácticas y los linchamientos son delitos y que “no hacen parte de la justicia comunitaria”. Lo preocupante es que en estos y otros casos se evidencia que los perpetradores de estas formas de “ajusticiamiento” se respaldan en el derecho que les reconocería el ejercicio de estas prácticas ancestrales, las cuales son inadecuadamente concebidas como justicia comunitaria.
Esta apropiación incorrecta y temeraria de la “justicia comunitaria” tiene varias aristas a considerar. Una tiene que ver con el hecho de que autoridades tradicionales y comunidades se acogen al pacto de silencio avalando ese violento proceder en defensa de algún “bien o interés superior colectivo”, que la tradición, la pobreza o extrema precariedad de vida justifican. Segunda, no se descarta la instrumentalización del discurso de moda, que idealiza la “justicia comunitaria” para dirimir disputas internas de poder o defender otros intereses no muy santos, poco comunitarios y nada constitucionales (léase avasallamientos, contrabando y narcotráfico). Una tercera tendría que ver con la aceptación o “tolerancia” social de formas de “disciplinamiento” que implican sufrimiento corporal e inclusive la muerte. Detrás de esta cultura del castigo prevalecen valores tradicionales profundamente autoritarios.
Se trata de una cultura ajena al proceso histórico de construcción de la noción de los Derechos Humanos que germinó a partir de la Revolución Francesa para derivar en un ordenamiento legal en permanente avance que tipifica estas violencias como delito y tortura. Por ello, si bien resulta sociológicamente explicable que estos “procedimientos” sean tolerados por algunos grupos humanos que no aceptan ni se someten a la ley, esta realidad es ética, humanitaria y socialmente inaceptable.
Dicho esto, queda claro que no hicimos lo suficiente para dar a conocer la dimensión virtuosa de algunas prácticas de justicia comunitaria que aportarían a eludir interminables procesos en la también burocrática imperfecta justicia ordinaria. Pareciera que los “descolonizadores” de la justicia no pensaron en las consecuencias del discurso idealizador de lo ancestral evidenciándose la contradicción existente entre teoría y realidad. Lo cierto es que la Ley no funciona en estos parajes definidos como “zonas rojas” sin ley y sin Estado, no siendo creíble la promesa oficial de que se agotarán todos los recursos para hacer respetar la vida y la Constitución. Sobran razones para este escepticismo, basta revisar la prensa cotidiana para verificar dónde están las prioridades de la persecución judicial.
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