Teodoro Martínez Arán
En la información al paciente deben estar presentes tanto el científico como el amigo comprensivo, el confidente y el inspector sanitario. La información clínica tiene por objetivo facilitar la toma de decisiones fundamentadas por parte del enfermo, y no tratar de tutelarlas o de imponerle nuestras opiniones.
Vivimos un cambio de paradigma de la relación entre los profesionales y el paciente: tras la vigencia de un modelo de sumisión y pasividad piramidal, en el que los pacientes eran poco menos que materia prima para que el sanitario pudiera dar rienda suelta a su arte, hoy comienza a extenderse la visión de una Sanidad centrada en el enfermo. La transición no es, ni mucho menos, nítida, y en la actualidad coexisten todo un crisol de estadios intermedios entre ambos extremos.
Informar al paciente no es algo sencillo. Como todas las demás, es una habilidad que debe ser entrenada, practicada y perfeccionada con la experiencia. Existe una serie de características importantes que se debe cuidar: la pertinencia de la información suministrada, la concreción, la simplicidad, la inteligibilidad, la adecuación al nivel cultural, el respeto al deseo del paciente de recibirla, la oportunidad… Pero quizá de todas ellas la más importante sea la veracidad.
La verdad es algo difícil de establecer en salud. La medicina es una ciencia de fuerte base probabilística, con enormes lagunas de ignorancia en la mayor parte de los conocimientos. La mayor parte de las preguntas de los pacientes no tienen una respuesta única e inequívoca. “¿Voy a morir antes si sigo fumando?” “¿Mejoraré si me opero?” “¿Podré parir sin que le pase nada a mi hijo?” La contestación siempre debe tener la misma coletilla… “Probablemente”.
Ya que la medicina no es una ciencia exacta, no parece descabellado que el paciente sea el que tenga la última palabra a la hora de decidir entre varias opciones preventivas, diagnósticas o terapéuticas, tras conocer las certezas e incertidumbres que cada una de ellas presenta. Sólo las cuestiones de salud pública -y con matices- pueden subordinar la libre elección del enfermo al interés general.
Existen dos riesgos de mala praxis en lo tocante a la información clínica que deben ser evitados, cada uno en un extremo. De un lado, está obligar al paciente a asumir la toma de decisiones clínicas sin asegurarnos de que dispone de una información correcta, suficiente y adecuada para que dicha decisión sea libre. De poco sirve entregar un consentimiento informado de cinco folios en el que se detalle con minuciosidad sádica las posibles complicaciones de un procedimiento, si no se explica de manera adecuada la frecuencia de aparición de las mismas, las alternativas al tratamiento propuesto, o si el paciente no entiende lo que está leyendo. La libertad requiere conocimiento pertinente, no miedo. Debemos dosificar la información para que el paciente comprenda todas y cada una de las opciones, sin predisponerlo de antemano a una de ellas con un relato ominoso que nada le aporta y que distorsiona su correcta percepción de las mismas.
En el otro extremo de la mala praxis está la manipulación informativa. Esta práctica pretende dirigir la decisión del paciente hacia la que nosotros deseamos o juzgamos correcta, ya sea de forma consciente o inconsciente. Esto supone una violación de su derecho a pensar de una manera diferente a la nuestra. Nuestros mensajes pueden enjuiciar sus decisiones al adjetivarlas o cuestionarlas: “por mucho que usted diga, no le está yendo bien”, “debería haberme hecho caso”, “se lo dije”, “luego no diga que no se lo advertí”… Algunas de nuestras expresiones pueden dan por buenas o malas las decisiones del enfermo, condicionando su libertad. Debemos evitar esta desagradable práctica desde la humildad, puesto que la única certeza que no ha cambiado en la historia de los sanadores es que todo ser que nace ha de morir algún día.
El respeto a la decisión del paciente es fundamental. Seamos sus asesores, sus confidentes, sus amigos, sus notarios y sus albaceas. Velemos porque nadie pueda manipular su juicio para que él mismo pueda decidir lo que le conviene, y asegurémonos de que se cumpla. Es la justa custodia que merece el tesoro de la confianza depositada.
El autor es médico, especialista en pediatría.
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