Mi barrio, mi pueblo, mi ciudad, son expresiones que las escuchamos a diario con un sentido de pertenencia, porque nos gusta identificarnos con algo, queremos ser parte de una colectividad, somos seres sociales.
Estas mismas expresiones se van cargando últimamente de un sentido de propiedad, de manera que ahora cada quien se siente dueño de estos cerros, de aquellas praderas, de aquellos campos, de estos cultivos y de estos bienes. A este paso, afirmaremos que nadie puede jugar en la cancha de nuestro barrio, que ningún desconocido podrá transitar por las calles de nuestra zona o podrá tomarse un baño de sol en nuestra plaza.
Los casos presentados en Colquiri y Mallku Khota, que son la continuación de otras actitudes intemperantes muestran que, de un tiempo a esta parte, los habitantes de distintas regiones del país se han convertido en celosos guardianes del lugar en que viven.
La teoría fisiocrática sostenía que la riqueza venía de la tierra y que sólo la agricultura producía más de lo que necesitaba para mantener a los que se ocupan de ella, de manera que el Estado debería prestar atención a ese excedente para obtener fondos.
A los fisiócratas se les atribuye la expresión: “la tierra es de quien la trabaja” y que, tendría su correlato en nuestro país: “la tierra es de quien la codicia”, porque ahora los trabajadores mineros quieren tomar el papel de propietarios, los campesinos quieren ser mineros y así seguirá la bola de la discordia sin que nadie la detenga.
El paso a las republiquetas, con territorios organizados por el líder o caudillo, sin ningún rasgo de institucionalidad, está a la vuelta de la esquina, si es que no se corta esta cadena de pedidos y supuestos derechos de quienes han nacido en determinado lugar y, por ende, se creen con el derecho de ejercer la propiedad de todo lo que le rodea.
Los primeros afectados son los inversores privados, los que invierten en maquinarias y asignan sueldos a sus trabajadores, amén de compensar por el medio ambiente y los probables daños ecológicos a la zona. A este paso, pocos querrán invertir a sabiendas que les espera un garrotazo en el momento menos esperado.
¿Y qué queda? Los dueños del lugar explotarán las riquezas a pico y pala como los gambusinos de hace dos siglos, la mayoría de los cuales empezaban pobres y terminaban igual, porque la codicia permitía que los más fuertes aplanen a los débiles.
Disfrazar la codicia bajo el derecho a alguna propiedad que les confiere el vivir en determinado lugar terminará por confundir a todos, dividir más a las regiones y poblados, de manera que pronto cada grupo humano vivirá en su pequeña republiqueta intentando guardar lo que tiene, aunque no pueda explotarla posteriormente y termine tan pobre como empezó.
Ernesto Murillo Estrada es editor general de EL DIARIO.
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