[Luis Antezana]

Caos mental en la Cancillería chilena


El canciller Alfredo Moreno, los altos jerarcas de la Cancillería, juristas, expertos, técnicos, “bolivianólogos” especialistas en Derecho Internacional y, en general, toda la diplomacia chilena ha caído en un verdadero estado de caos mental. Toda la jerarquía burocrática del Mapocho, devanándose los sesos, no sabe cómo ni por dónde orientarse, y tampoco atina a reaccionar. La política internacional boliviana, definida como la “diplomacia de los pueblos”, estrenada entre grandes abrazos y ceremonias, entre Evo Morales y Michelle Bachelet, es la causante de ese estado de crisis psicológica que hoy afecta a la Cancillería de Santiago.

En forma específica, ese estado de confusión es producto de la actitud de la Cancillería boliviana que cambia de dirección cada día y se ha convertido en la más original y novedosa política externa de todos los tiempos, naturalmente, por inspiración del Presidente de la República, quien es el responsable de las relaciones internacionales, según el Artículo 172 de la Constitución Política, que en su inciso 5 señala, como atribución presidencial concreta, “dirigir la política exterior, suscribir acuerdos internacionales…”, etc.

Efectivamente, el estado de verdadera locura que arrebata a la diplomacia chilena es la cambiante política externa que empezó con Evo y Michelle, siguió con la “diplomacia de los pueblos”, la confianza mutua, la Agenda del fatídico número 13, las estériles cumbres internacionales y una cadena interminable de amables actos protocolares.

No sólo eso, después vinieron los proyectos de buena vecindad, charlas para una salida al mar por algún lugar, la iniciación de diálogos e intercambio de opiniones y revisión de medidas comerciales. Enseguida de esas iniciativas se produjeron los cordiales encuentros de Evo Morales con Sebastián Piñera, las reclamaciones del mandatario boliviano a su par chileno, los pedidos de Choquehuanca a su colega chileno en sentido de que gracias a la buena voluntad del gobierno de Santiago se entregaría a Bolivia un puerto en el Pacífico, que se vuelva a negociar la Agenda fatídica y otros puntos que, naturalmente, cayeron en saco roto.

En medio de esas proposiciones se cuenta también el pedido de la Cancillería boliviana de un puerto, preferiblemente al Norte de Chile, reclamos ante Naciones Unidas y otros instrumentos internacionales, negociaciones bilaterales y multilaterales, todos los cuales cayeron en el vacío, hasta que, agotada dicha vía, el Presidente boliviano dijo que iba a pedir la anulación, reforma o revisión del Tratado de 1904, medida que a poco quedó concretada con la afirmación presidencial de que se iba a presentar una demanda ante la Corte Internacional de la Haya, la misma que, hasta el momento, tiene visos de quedar archivada para las calendas griegas.

Al respecto se hizo grandes manifestaciones de agresividad y se creó la Dirección Estratégica de Reivindicación Marítima (Diremar). Enseguida la Cancillería boliviana dijo que antes de presentar la demanda ante la Haya se daba una oportunidad a Chile para que haga una propuesta, sugerencia que quedó en cero, pues en un nuevo golpe de timón, el presidente Evo Morales declaró muy suelto de cuerpo que pensaba que el Tratado de Paz y Amistad de 1904 “estaba muerto”. Según sus propias palabras: “Yo no soy jurista, no conozco derechos internacionales… (pero) puedo entender que ese Tratado está muerto porque Chile ha incumplido sus especificaciones” (sic), opinión que causó un terremoto en el mundo de la justicia internacional.

Tan variadas actitudes de la “diplomacia de los pueblos” provocaron, sin duda, un verdadero laberinto mental en la Cancillería de Santiago, al extremo de que su principal ejecutivo dio a entender que Bolivia no es “interlocutor válido”, que nada entendía y que era conveniente que el Presidente boliviano “no hable mucho”, seguramente con la idea de encontrar alguna salida en medio de la maraña de argumentos de La Paz y en espera de alguna nueva proposición de la “diplomacia de la papalisa” para la solución de la cuestión marítima, que en su historia de 200 años nunca llegó al grado de embrollo en el que ahora se encuentra, debido a la cotidiana volubilidad de sus responsables.

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