Teodoro Martínez Arán
El informe de Salud del Mundo de la OMS de 2010, referido a la financiación sanitaria, nos recuerda que entre un 20 y un 40% del dinero invertido en sanidad se desperdicia por el sumidero de la ineficiencia. En un momento en el que la sostenibilidad de los sistemas públicos de salud se cuestiona, investigar y erradicar esta sangría debería ser una prioridad ineludible de las políticas sanitarias.
El desarrollo de los sistemas nacionales de salud y el progresivo peso que su financiación ha ido adquiriendo en los Presupuestos de los Estados han obligado a que Economía y Salud establezcan un diálogo no siempre fácil. Hoy en día el que ese diálogo sea fructífero es, sin duda, más necesario que nunca, puesto que la crisis económica mundial ha planteado a muchos Sistemas de Salud la peor prueba de su existencia: el juicio sumario de viabilidad.
¿Qué debe financiarse por un sistema público de salud? ¿Cómo encontrar la mina de oro de la ineficiencia, que permitiría ampliar los servicios cubiertos en un 30% de media? Éstas y otras preguntas encuentran más fácilmente respuesta si atendemos a tres conceptos: efectividad, eficiencia y eficacia.
Un sistema público jamás debería financiar nada que no sea efectivo; esto es: que no demuestre beneficio en su aplicación real sobre pacientes reales, por muy bonitos, prometedores, teóricos y bien argumentados que puedan parecer los fundamentos que pudieran justificar su uso. El opuesto de esta máxima también es válido: no debería dejar de financiarse algo que sea efectivo, que haya demostrado un beneficio para el paciente, su entorno o la sociedad en su conjunto.
Suelen ser varios los tratamientos (o medidas preventivas, o planes educativos, o rehabilitación, o formas de hacer las cosas, o estructuras organizativas) efectivos para una misma patología, en cuyo caso el problema pasa a ser decidir cuáles son los que consiguen el máximo beneficio con el mínimo coste; en definitiva, cuáles son los más eficientes. Esta cuestión es la que suele generar más controversias entre economistas y sanitarios, dado que convertir el beneficio en salud en una cantidad equivalente de dinero no siempre es sencillo.
¿Cuál es el valor de que un anciano tras un infarto cerebral pueda desplazarse autónomamente en andador, en lugar de tener que ser empujado en su silla de ruedas? ¿Qué vale que una mujer con un cáncer de mama salga del quirófano con su prótesis implantada el día de la mastectomía, o que se difiera para implantárselo sólo a las que sobreviven? Los aspectos que condicionan la respuesta a estas preguntas son necesariamente complejos, e implican aspectos médicos, laborales, sociales, económicos, de satisfacción, de calidad de vida, de humanidad,… El parámetro que elijamos para cuantificar esta eficiencia dista de ser inocente u objetivo, y constituye un auténtico reflejo de la catadura ética de la sociedad y de la capacidad de empatía y compasión de sus ciudadanos.
¿Y qué es lo eficaz? Pues aquello que puede que sea, pero todavía no ha sido. La eficacia se refiere a la plausibilidad teórica de que una medida sanitaria pueda ser útil, sin entrar en valoraciones sobre la viabilidad económica o la efectividad real que tendrá cuando abandone las condiciones controladas en las que se ha investigado o postulado. La eficacia debe ser una carta de presentación, pero ni puede ser requisito imprescindible, ni el único criterio a valorar a la hora de decidir qué debe financiarse. Algunas terapias como la acupuntura fueron estudiadas científicamente mucho después de que milenios de uso sancionaran que su efectividad era evidente. Y del mismo modo, muchas prometedoras terapias se dispersan como el humo en cuanto se someten al inapelable juicio del enfermo.
Toda vez que la efectividad no es muy cuestionable, y que la eficacia se pondera con la cautela que merece, se hace evidente que la clave está en que nos entendamos en la mesa común de la eficiencia, sin hipotecas, sin apriorismos, sin condiciones. Es mucho lo que se puede mejorar, lo que se puede cambiar, lo que se puede optimizar, para conseguir que ese 30% de despilfarro se pierda por las cloacas del sistema, creando un problema donde nunca debiera haberlo habido. Podemos las ramas muertas, aligeremos al árbol del peso inútil que lo abruma, y démosle la nueva vida que necesitan a los brazos sanos que han de darnos cobijo a todos en algún momento de nuestra vida.
El autor es médico.
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