Muchos padres de familia han creído más en la fortaleza del chicotazo que en la reflexión. Los hombres que hoy bordean los 50 o más años han recibido alguna vez el correctivo en casa o en la escuela porque se había instalado la tradición de que la letra entra con sangre.
En muchas casas aún cuelga el recordado “quimsacharani”, el nombre viene por las tres tiras de cuero, que recuerdan al niño que, en cualquier circunstancia, hay un límite de tolerancia y las extralimitaciones obligan a acudir al instrumento de castigo.
Lo que no se puede explicar es que entre personas mayores haya un correctivo en pleno Siglo XXI, de manera que el que piense distinto se hará pasible a un chicotazo en vía pública. Lo que es peor, un parlamentario justificó la actitud, de manera que reveló el estado primitivo de su pensamiento, por el que las ofensas se pagan con sangre.
El visitante que se abre paso a fuerza de chicotazos no hace sino mostrar un grado de intolerancia y violencia que merece una severa corrección, porque si a cada acción corresponde una reacción, los que se sintieron muy valientes el pasado miércoles, haciendo estallar su chicote sobre la espalda de varones y mujeres, se exponían a que el otro, en reacción natural, le lance con una piedra en la cabeza o le propine una golpiza, pero no ocurrió aquello, porque los ofendidos fueron prudentes.
El pasado miércoles salió a flor de piel el instinto primitivo de algunos y para explicar este instinto hay que regresar al periodo cavernícola en el que el hombre estaba sujeto a este factor para preservar la vida. Con la escasa información que tenía entonces en su mente, su cerebro estaba siempre en estado de alerta para responder al ambiente que le rodeaba. El cerebro era entonces una especie de centinela del ataque.
A la par de los chicotazos a diestra y siniestra sonaban los dinamitazos en calles cerradas, de manera que la explosión terminaba por irritar más a quienes presenciaron la contramarcha de los que apoyan al Gobierno. Lejos de ganarse la simpatía, éstos se ganaron la antipatía de los ciudadanos, porque pocos comulgan con la violencia, la intemperancia y el ataque al que piense distinto.
La próxima vez que los llamados ponchos rojos, verdes o amarillos ingresen en la ciudad, habrá que colocarse cascos o protectores en la espalda para circular por las calles o tomar la actitud de los policías, que días antes corrieron a los valientes del chicote por el centro de la plaza, lo que muestra: quien a chicote mata a chicote muere. Pero esta no es una invitación a la violencia, sino a la corrección y sería bueno que dos o tres de los chicoteadores pasen al menos un par de días en celdas para darse cuenta de su falta de racionalidad. Tienen derecho a marchar, pero respetando al otro.
Ernesto Murillo Estrada es editor general de El DIARIO
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