Después de tantas atrocidades, perversidades e incluso atentados de muerte sufridos por Simón Bolívar, como el que se produjo el fatídico miércoles 25 de septiembre de 1828, cerca a medianoche, cuando civiles y mayormente militares forzaron la puerta de la Casa de Gobierno de Santa Fe de Bogotá, degollando a dos mastines del Presidente, hiriendo a varios centinelas, matando de un tiro al Teniente coronel William Ferguson, edecán del Presidente, miembro de la Legión Británica; cuando Manuelita Sáenz ayudó al Libertador a escapar por una ventana junto al balcón, sólo con su espada y una pistola, para esconderse luego bajo el famoso puente del Carmen, el Libertador el 20 de enero de l830 presenta su renuncia ante el Congreso como Presidente de la República, lo que significa el alejamiento completo de su vida pública, despojado de todo poder político.
Quien había manejado y mantenido la unión de la Gran Colombia, se retira por la anarquía reinante y el caudillismo, y más por la maraña de ambiciones, perfidias, y deslealtades de quienes gracias al Libertador tenían honores eminentes y encumbradas posiciones.
Su primera estación en el exilio fue la quinta Fucha, donde lo visitó el general Posadas y lo vio hecho una sombra de aquél que triunfó en Carabobo y Junín. Con el paso lento, opaco como cirio moribundo, con voz apagada, allí en Fucha se inicia ese vía crucis que lo llevaría hasta la muerte. Pasa el río Magdalena, y por allí va a Mampox.
El Gobierno de Bogotá, a cuya cabeza estaba un antiguo amigo suyo, le transmite la comunicación de la Constituyente, que le impide residir en cualquier territorio de Nueva Granada, y en Cartagena, ciudad de sus triunfos políticos. El 4 de junio de 1930 recibe la noticia del asesinato en Berruecos del primero de sus tenientes, Antonio José de Sucre. Esa noticia le hizo verter lágrimas de sangre. “Han matado a Abel”, fueron sus palabras.
El cáliz se había colmado, después de todo eso quedaría triste hasta su muerte.
La gran Colombia se había disgregado, José Antonio Páez, su mimado general, lo había traicionado, separando Venezuela. Rafael Urdaneta igualmente gobernaba Nueva Granada, y el general Juan José Flores, su combatiente venezolano, separó Quito y Guayaquil creando el Ecuador, nombrándose su protector y Presidente. Sólo Bolivia estaba asegurada con el mariscal Andrés de Santa Cruz, quien acababa de nombrarlo su Ministro Plenipotenciario ante la Santa Sede.
Pasa el Libertador, remontando el Magdalena por las poblaciones de Turbaco, donde pernocta, en Soledad, Barranquilla, rumbo a Santa Marta, donde recibe el auxilio y la estancia en la casa de un español, don Joaquín de Mier, quien nunca olvidaría al personaje que desembarcaron en andas, envuelto en unas mantas de lana, apenas con un soplo de vida, sosteniéndose a duras penas con la ayuda de sus edecanes.
Una compañía de Granaderos acompaña al Libertador, con los generales Montilla, José Laurencio Silva, Briceño Méndez, el inseparable coronel Belford Wilson, testigos de los últimos momentos del Libertador en el exilio, junto a Fernando, su sobrino, infatigable cronista y secretario, al igual que oficiales de menor rango, más su mayordomo José Palacios y el médico de cabecera, doctor Alexandre Prosper Revérend.
El autor es Past-Presidente de la Sociedad Bolivariana de Bolivia
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