Aun antes de la invasión chilena a Antofagasta, Estados Unidos hallaba motivo de preocupación por la situación portuaria de Bolivia. Es así que el Secretario de Estado, James Buchanan, en 1848, instruía a su representante diplomático en Sucre, John Appleton, alentar las posibilidades de que Arica fuera cedida por el Perú a Bolivia, considerando su “natural pertenencia” a ésta, ya entonces gravada por onerosos derechos portuarios y pese a la existencia del puerto boliviano de Cobija. A partir de entonces este tema crucial para el país constituía “una de las constantes de la política” regional norteamericana, según el diplomático Jorge Escobari Cusicanqui (Historia Diplomática de Bolivia, Tomo I), como lo demuestran ampliamente gestiones posteriores.
Un intento de mediación en plena Guerra del Pacífico, a bordo del navío estadounidense Lakawanna, anclado en Arica, reunió a representantes de los tres estados beligerantes con la presencia de los ministros de la Unión en La Paz, Lima y Santiago, respectivamente. Este gesto de buena voluntad finalizó con la conminatoria chilena de continuar la guerra hasta el logro final de sus objetivos, sin miramiento alguno. No obstante quedó acordada por escrito “la entrega de un puerto a Bolivia”. (Mario Barros, historiador chileno, citado por Escobari).
Antes del Tratado de Ancón peruano-chileno (20/10/1883), Estados Unidos propuso la cesión de Tacna y Arica a Bolivia, pero ese instrumento adjudicó a Chile a perpetuidad la provincia de Tarapacá, quedando en su poder las otras dos en espera de un plebiscito que definiera la situación, de modo que la vital propuesta resultó soslayada.
Un otro Secretario de Estado, el señor Franck V. Kellog, reprodujo la transferencia de Tacna y Arica, luego de la negativa de la Sociedad de las Naciones a tratar la demanda marítima, acto con el cual quedó al descubierto la ineficiencia de ese organismo. Kellog pretendía zanjar de ese modo las continuas y peligrosas disputas por la posesión de dichos territorios entre La Moneda y el Palacio Pizarro. De inmediato el Perú se opuso tal como había previsto socarronamente la otra parte. Tres años después se suscribía el Tratado de 1929, poniendo fin al diferendo que inopinadamente marginaba la presencia marítima de Bolivia bajo la celosa custodia de dos cancerberos a través de la tristemente célebre “cláusula sibilina”.
En 1943, en presencia del presidente Enrique Peñaranda, invitado en Washington, su par Franklin Delano Roosevelt le manifestó que por su dramatismo “este era un problema de opinión continental y aun mundial”. En consecuencia, Cordell Hull, Secretario de Estado, entregó en persona al canciller chileno, Joaquín Fernández, un memorando que contenía la demanda nacional. La respuesta no fue otra que el conocido señuelo del “libre tránsito”, que todos sabemos precario, insuficiente y oneroso.
En 1950, Harry S. Truman, ante el presidente chileno Gabriel González Videla, se mostró partidario de un acceso de Bolivia al océano a través de Chile. No fue la única vez que lo hizo, inclusive en eventos consultivos interamericanos. Sin duda, dichos requerimientos tuvieron relativa influencia en las notas de la cancillería chilena de 1951, en sentido de satisfacer la demanda boliviana de una salida soberana al Pacífico, sin compensaciones territoriales.
Los presidentes John F. Kennedy en 1963 y Gerald Ford en 1975, continuaron la misma corriente justiciera. Lo propio manifestó Henry Kissinger en conferencia de prensa en La Paz, en 1976, aludiendo claramente a Chile, Perú y Bolivia, partícipes de la problemática del Pacífico y a propósito de las tratativas derivadas de la Declaración de Charaña. Posteriormente el descuido y la falta de lineamientos precisos de los gobiernos interrumpieron el cultivo de tan importantes simpatías pro reivindicación marítima, aislada aun más por el actual Gobierno y su diatriba “antiimperialista”.
Fruto de la señalada incontinencia verbal fue la notoria inasistencia de la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, a la última Asamblea General de la ONU, en Cochabamba, ocasión en la que posiblemente se habría reeditado la mencionada solidaridad si el escenario de las relaciones con Estados Unidos fuera otro. En el relacionamiento internacional debe priorizarse el del entorno continental, más aun con los decididamente influyentes; condición para ello es no comprometer al país en polarizaciones ideológicas e inconducentes.
El autor es abogado y escritor.
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