Jorge Gómez Barata
No es casual que los países más atrasados de Europa occidental: Grecia, Portugal y España, aquellos que con mayores dificultades absorben las tensiones de la integración económica y la unión monetaria, fueran imperios mal administrados por monarquías y dictaduras, algunas de las cuales se expresaron en el Siglo XX. En ninguno de ellos prosperó el liberalismo económico y político, no floreció la democracia ni se aplicaron políticas económicas correctas. Lo uno explica lo otro.
De otra parte, Alemania, Italia y Japón, países en los cuales la unidad, el desarrollo nacional y la constitución de los estados nacionales llegaron tardíamente y que en diferentes momentos fueron atrapados en los paréntesis impuestos por el militarismo y el fascismo; aunque derrotados, destruidos, ocupados y arruinados por la Segunda Guerra Mundial, renacieron en breves plazos, no sólo por la cultura industrial acumulada y por la asistencia externa, sino por la aplicación de políticas económicas viables. Esos países tienen en común el haber congeniado mejor que otros los preceptos del liberalismo económico y la democracia política con el protagonismo de estados fuertes capaces de equilibrar la autoridad, que permite diseñar desde el poder las políticas económicas, sociales, financieras, monetarias y comerciales en función del bien común y conducir su aplicación sosteniendo la libertad y la iniciativa económica.
Con matices singulares e historias propias los restantes países del occidente europeo siguieron el mismo patrón y aunque la competencia entre ellos dio lugar a numerosas guerras y conflictos, la racionalidad económica y la frugalidad de sus estilos de vida permitieron la formación de fuentes de acumulación reforzadas con la explotación de las colonias y por las posibilidades que ofrece un territorio relativamente pequeño, sin obstáculos naturales insalvables que en conjunto facilitaron el comercio, la complementación económica y la difusión de los saberes.
Esos y otros factores permitieron a Europa disfrutar de una precedencia en los procesos civilizatorios y alcanzar antes que otras regiones estadios de desarrollo que los habilitaron para asumir empresas como la aventura atlántica que llevó al descubrimiento y colonización de América, la circunnavegación del África, el desarrollo del comercio mundial, la Ilustración y la Revolución Industrial.
El crecimiento económico, la urbanización, la industrialización, el fomento de los conocimientos, de las ciencias y las artes, sirvieron de sostén al desarrollo del pensamiento científico, la filosofía, la historia, la sociología, la economía política, que junto a factores materiales dieron lugar a la formación de grandes doctrinas, entre ellos el liberalismo, el marxismo y el socialismo a partir de las cuales se formaron sistemas políticos aptos para conducir las diferentes etapas históricas.
Rusia, estancada por el imperialismo zarista regido por una nobleza antediluviana que resultó ser un colosal obstáculo al progreso, tuvo una magnífica oportunidad en la etapa histórica abierta por la Revolución Bolchevique frustrada, entre otras cosas por el stalinismo y la suma de sus prácticas y políticas erróneas. Debido a circunstancias históricas singulares, Europa Oriental fue sumada a un proyecto que no tuvo oportunidad de mostrar sus potencialidades y fue históricamente trascendido antes de haber podido hacerse justicia.
La ecuación es clara: aun cuando es la base de la sociedad y de su desarrollo, la economía no avanza espontáneamente sino que es regida por las estructuras políticas de cuya idoneidad depende. En esa dialéctica los liderazgos ejercen una influencia decisiva, sobre todo cuando son capaces de congeniar lo uno y lo otro.
Sin sistemas políticos apropiados, donde la autoridad del Estado conviva en armonía con la democracia y la inclusión social, las mejores doctrinas económicas pueden fracasar. Los hechos están a la vista. Allá nos vemos.
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